jueves, 18 de febrero de 2010

Sierra Blanca: ascenso y descenso




“Una incidencia de tantas me deparó inesperado reposo, durante pasajeros días de encanto, consumidos en la Costa Bella, desbordante de luz y maravillas, en ese litoral malagueño que es la ruta costera de Algeciras. Mi sede accidental «El Rodeo», mansión coqueta y confortable, de sibarita propietario, abre su panorama del norte hacia región montañosa, de esplendores y atractivos, mientras por el sur teje el mar una gama suave de azules y grises de plata que se truncan en las sierras africanas visibles tan sólo cuando no hay «tapón» en el Estrecho”.

Así describía, en 1945, Arnaldo de España su estancia en el hotel de Ricardo Soriano, en un artículo publicado en la revista de la Sociedad Española de Alpinismo Peñalara. Había sido consejero antes de la Guerra Civil del Comité Olímpico Español y secretario general de la Sociedad Española de Alpinismo, además de ejercer como periodista y escritor. El albergue era entonces lugar de descanso para viajeros de paso a Gibraltar y plácido escondite de otros protegidos de la Gran Guerra Mundial.

Había recorrido muchos países durante la Guerra Civil: “por rincones difíciles del mapa del mundo donde la furia de las taras humanas hervía en toda su tremenda, máxima y hecatómbica proporción”, mientras anhelaba volver a la montaña con el alma herida ante “la bancarrota de una época lamentable de locura y desorientación”. Su intención era alcanzar la cima del pico de La Concha.



Partió la excursión desde la venta San Rafael “por senderos incipientes y cortando terrenos de labor y praderío, atravesamos una planicie extensa, transición campera entre la zona habitada y la abrupta de la montaña, siendo el cortijo «Nagüeles» el primero y único caserío que hallamos en ese tramo del trayecto”. Allí encontró abundantes cepas, último vestigio que resistía a duras penas: “los racimos de moscatel, prietos y dorados, que al comienzo del camino se manifestaban con peligro en las cepas exuberantes de su cultivo”.

La ascensión comenzó por una brecha que conducía a una torrentera “por la cuerda serrota que forma crestería artística y menuda, ascendente hacia la cumbre” y allí toparon con un cabrero al que fotografiaron tras atender y no entender unas explicaciones del entorno. Alcanzaron el Cerro del Sol y llegaron a la mina Junquillo. Cruzaron al collado de la Perdiz y después subieron al pico del Algarrobo, donde pudieron apreciar las numerosas cuevas “grandes y habitables denominadas Madrinas”.

Culminaron la ascensión y la emoción por el panorama se hizo patente para alguien que, tras tantas atrocidades, parecía buscar la serenidad perdida, las bondades de la tierra lejos de ella, en las alturas: “Hacia el Sur, el mar ocupa la extensión total visible hasta la costa africana, dilatando sus límites en meandros pintorescos que forman bahías de renombre y cuyos salientes principales se destacan por torres de señales y faros hasta perderse fundidos en el cielo, formando un arco de esplendorosa cornisa que se abarca casi entera desde Algeciras a Málaga, es decir, la magnífica Costa Bella en su total longitud”.


Su compañero debía ser marbellense, pues conocía cada cortijo de los que se mostraban a la vista: “En el mismo perímetro están ubicados en formación escalonada, caseríos de fama, salpicados con profusión, destacando en especial con sus denominios eufónicos, los de Quiñones, del Caballero, de las Marinas, de la Caridad, de Juan León, Casa Blanca, de la Vega, de Lago, de la Vuelta, del Marqués, de la Fontanilla, de la Mariposa, del Mazoll, de Lambomba [sic], de San Ramón, Huerta Grande, de Peñuela… Forman un tapiz verdadero policromado y riente, de unos seis kilómetros de anchura, lanzado hasta el pie mismo de la montaña, la cual divide este aspecto suave y bucólico, del laberíntico y abrupto que se ofrece por el lado opuesto”.

Pero lo que aparentaba ser una pintoresca jornada campestre, un agradable paseo de seductores paisajes, en una sierra de admirable porte, no lo fue tanto.

Era verano, hacía calor y se quedaron sin agua, “la gran tragedia de la expedición” en palabras de Arnaldo de España que junto a su compañero, tras disfrutar un rato de las vistas desde la cumbre de la Concha, iniciaron el descenso “por la barranca profunda y vertical de la vertiente contraria a la de la subida y cuya divisoria era la cuerda que atacamos”. Habían errado el camino y la situación se complicaba. Dirigieron sus pasos hacia el este por una torrentera peligrosa: “El que iba delante sufrió la avalancha del que venía detrás, ya que resultaba no fácil marchar a la misma altura, y así, por tramos pesadísimos, que nos hicieron caer varias veces y sofocados en aumento por falta de viento en aquel callejón hundido, tuvimos que compensar, de modo relativo, la carencia de alivio por lo exhausto de la cantimplora, haciendo algunas paradas que reponían fuerzas, tumbándonos sobre el propio torrente”.



La llegada a las ruinas de la ermita de los Monjes, tras tres largas horas de insolación y sufrimiento, tuvo un curioso y surrealista desenlace: “Eran las 15:30, y a la «vera» de los escombros descubrimos una charca nada limpia ¿palúdica, tal vez?, con detritus forestales y abundante manifestación biológica; mas era tanta nuestra sed y tan inaguantable ya, que, apartando todo elemento imbebible, saciamos el ansia casi con ferocidad, y recuerdo con rabia, que cuando me acercaba a los labios el vaso número cinco, el canto alborozante de un gallo allí mismo nos indicó la existencia probable de humanos entre las ruinas… una familia menesterosa ocupa un rincón ingeniosamente habilitado para su uso y allí está dedicado al pastoreo y venta de leche y quesos”.

Saciada la sed y fotografiados los humildes residentes de los Monjes, el panorama parecía aún más hermoso: “Un verdadero jardín era el camino, a partir de aquel momento y entre adelfas en flor, algarrobos frondosos y acompañados de continuo por la cantata irreductible de innúmeras chicharras pobladoras de aquellos lugares bonitos, serpenteamos hacia el puerto de Juan Ruiz, pasando por otras ruinas innominadas, para alcanzar el collado terminal, que nos colocó fuera del barranco por completo, enfrentándonos con sendas y accesos fáciles, circundados de pitas enormes y pintorescas que finalizan en Marbella”.

Tras bajar por la senda de Cantarranas dieron por terminada la excursión: “el mismo locomóvil de por la mañana nos reintegró a nuestra base cuando anochecía en la Costa Bella y las luces de faros y caseríos ponían brillanteces de vida en la oscuridad donde ya se había diluido el perfil de «nuestra» Sierra Blanca, como la llamaba después mi compañero de escalada, porque ̶ añadía ̶ la hemos conquistado con las máximas dificultades, como creo no existan muchos marbellenses que lo hayan hecho, pues es corriente adoren la peana sin llegar a besar la santa”.



La escena, pese a las dificultades, se expone idílica. Arnaldo de España rehuía del horror de los tiempos, buscaba un bálsamo, acaso una redención, pero tras la belleza de la sierra, oculta bajo ese manto pintoresco, sucedía otra tragedia, humana, de crueles secuelas bélicas, que quizá nunca conoció aunque la rozó, que no la sufrió pero compartió su espacio. Jamás pudo atisbar que el peligro de su aventura fue considerable. Ese verano de 1945 había sido desmantelada una supuesta organización clandestina comunista según sumarios oficiales. Hubo 104 detenidos, muchos de ellos se escondían en sierra Blanca y otras aledañas como único refugio ante una represalia implacable.

A Paco Machuca le brillan los ojos y lanza salvas de argumentos cargados de pasión, cuando cuenta todo lo que sabe al respecto, que es mucho y Lucía Prieto confirma y sabe que es una historia triste, muy triste, pues afirma que no llegaron a formar una organización militar, mas la mayoría eran civiles huidos del horror y de las purgas, que se arrinconaban en las cuevas Madrinas, en la mina de Buenavista, en Puerto Rico Alto. Refugiados, que recorrían parajes inaccesibles como salvoconducto, que al contrario que el excursionista los atravesaban para sobrevivir, que obtenían víveres y asistencia por medio de los cabreros y la ayuda de otros marbellenses. Algunos fueron asesinados en la sierra, otros fueron encarcelados, los menos consiguieron escapar.

Cuán aparente puede resultar un mundo que esconde sus horrores tras un horizonte hermoso. Un sentimiento contradictorio, entre el espanto de esos hechos y la ternura de esas sensaciones, recorre nuestra sierra y nuestra historia. El espanto impide el olvido. El encanto aletarga el dolor y la memoria, aunque no frena ese estremecimiento íntimo y muy humano que produce mirar el paisaje desde la cima.

2 comentarios:

  1. Me ha dado pena que se acabe el post, es muy interesante la reflexión que conlleva. Siempre un placer leerte

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  2. Gracias.
    En ocasiones nos gustaría que las cosas no acabarán, pero cuando terminan su recuerdo es aún más agradable.

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