Pasó todas las mañanas junto a ellos. Son de fibrosa apariencia y sombra frondosa. Forman parte del decorado urbano. Se llaman moreras. En cierta ocasión cuando mi hija Aurora tuvo la feliz idea de criar gusanos de seda, su alimentación se complicó porque otros se habían adelantado y sólo quedaban las hojas más altas. Tan abundante fue la cogida que en una urbanización cercana llegaron a colocar unos carteles prohibiendo arrancarlas. La agujereada caja de zapatos, llena de gusanos que engullían sin descanso, conllevó recuerdos de la infancia y la reflexión sobre cómo engulle la historia su memoria. La metamorfosis del gusano es comparable a las transformaciones de las ciudades. Un proceso de muda y fuga, cambio sin solución de continuidad. Así ocurrió con las moreras, reliquias de una marbellense producción sedera, que no fue de muy buena calidad frente a las de otras zonas del Reino de Granada, pero que tuvo su momento de pujanza andalusí y de decadencia en el cristiano siglo XVI.
Su certificado de defunción se documenta en el Barrio Alto cuando en muchas de las transacciones inmobiliarias se detallan, como un elemento más de la propiedad, las higueras y moreras en las parcelas que iban a ser construidas. Alguna resiste heroica en esos patios reliquias tan propios de nuestra arquitectura, que actualmente suelen desvirtuar su función original en aras de las nuevas necesidades de habitabilidad.
El entorno de la ciudad era fértil. Huertas y plantíos cubrían el paisaje con orden y mimo. La producción sedera comenzó a declinar cuando otros mercados impusieron sus precios y los especialistas moriscos a escasear y así con el transcurrir de los días los gusanos han tornado a protagonistas de una clase práctica de conocimiento del medio y los árboles fueron jubilados para dedicarse a dar sombra al paseante.Pero las costumbres no siempre quedan en el olvido, ya que como irreductibles tradicionalistas muchos aún rebuscan en nuestro pasado productivo. Javier Soto, que lleva todo su cuerpo en dignidad, hace años que intenta encontrar una cepa de la admirada uva Marbella, cuyo apreciado vino y bien sabrosas pasas traspasaron fronteras. Sebas Blánquez, que además de farmacéutico es alquimista de la tolerancia, cree posible su recuperación. Fórmulas tiene la ciencia.
Mi suegro Alfonso, Vidal, orgulloso portavoz de sus orígenes, disfruta compartiendo cada bocado de los productos que ofrece la tierra como una lección de historia. Posee un gran conocimiento de especies y variedades autóctonas de frutos comestibles. Los higos son su debilidad, los autóctonos “joperdiles” y los “pardillos”. Considera las mejores higueras las que no tienen propietario. Su hermano Pepe, el sargento, tenacidad y carácter, domina el arte de coger chumbos con ese artilugio formado por un jarrillo y un palo, el laborioso proceso de barrido, su complicado pelado. Mantengo el recuerdo de mi abuelo José, que de tantos callos que dibujaban la palma de su mano no necesitaba guantes para sostener fruto tan espinoso.Antonio Merino, el sueco, que es pura generosidad, hace algún tiempo me regaló un aguardiente de azufaifa sorprendente, tan casero como delicioso néctar en vías de extinción. El laurel de su huerto es exuberante testigo del cariño por la tierra. Querencia que comparte con muchas personas que defienden la naturaleza como ecologistas de conciencia y esencia. Las huertas cada vez más lejanas, sobreviven mejor en los pueblos de la Tierra de Marbella. Ojén, Istán y Benahavís, mantienen, gracias a sus voluntariosos propietarios, hermosos sembrados sin contaminación urbana, con riegos tradicionales y cosechas sin mercado. Tal como mi buen amigo panocho Pepe Morales, siempre atento, cuyas naranjas “cañadú” son espectaculares homenajes a la fertilidad. Mi compañero Antonio Gutiérrez, disfrutón, también panocho y hospitalario anfitrión, construyó un horno tradicional en su casa donde ofrece con delectación manjares excelentes, cuyos sabores creíamos olvidados. Defiende una cocina primaria, de fuego, sal y frescura, sin colorantes ni conservantes. El último cochinillo fue memorable. Productos tan difíciles de degustar por su escasez como los de Pepe Aguilar, el molinero de Istán, custodio de saberes y admirable persona. Probar su pan recién horneado es un privilegio y placer incomparable.
Mi compadre Parra, de los “Floríos” de la Florida, tozudo, decidió un día convertirse en heredero de tan ancestrales conocimientos, volver a la tierra para reconciliarse. Su parcela es un trozo de vida, devoción y sufrimiento. No la cultiva por dinero, se lo cobra en disfrute para los sentidos. Suele afirmar que quien quiera fruta que suba a recolectarla. Introducirse entre sus aromas y colores es una inyección de hedonismo.
Viven cerca de mi casa, que es la suya. Intentan que el tiempo no se les escape de las manos y el futuro se lleve lo que fuimos sin dejar rastro. Son conservacionistas sin militancia, defensores de nuestro patrimonio sin master en gestión cultural. No les hace falta.
Muy bueno
ResponderEliminarMe parece entrañable tu artículo de hoy por las personas que citas (buenas gentes donde las haya) y porque traes a la memoria vestigios de una Marbella hortícola que a durado hasta hace bien pocos años. Con tus comentarios me ha resultado inevitable recordar los árboles de moreras existentes en la carretera del faro y que en mi niñez sirvieron de alimentación para que unos cuantos gusanos pudieran llegar hasta su metamorfosis.
ResponderEliminarGracias por tu artículo de hoy.
Saludos,
Gracia Tico.
ResponderEliminarYo recogía las hojas en el Calvario, que era una pequeña excursión a las afueras. Recuerdo que una vez se llenó el lavadero de mi casa de palomitas porque había dejado abierta la caja. En ese camino también había almencinas, una planta cuya semilla llamábamos del pan ¿alguien sabe algo del tema? regaliz en rama que chupábamos con placer, higueras bravías, piñones...
Con Moreno no se para de aprender vocabulario, y este de la horticultura me parece fantástico, animo me encanta y te sigo siempre una blogoadicta Concha PáeZ
ResponderEliminarExcelente blog y excelente entrada.
ResponderEliminarLas semillas de las almencinas, en Málaga, cuando era niño se usaban como proyectiles para "el canuto".
Usábamos almencinas como munición y boligrafos BIC como cervatanas.
Istán es uno de los rincones para perderse.
Gracias por esta magnífica entrada y el blog que voy a seguir con interés.
Tengo la sana costumbre, de no matar ni una mosca, pues no hace mucho, apareció una pequeña plantita en una maceta, que luego resulto ser una morera, cuando tenia la edad adecuada, la trasplante a cielo abierto, y hoy en día me sobrepasa en altura, creo que el próximo año nos dará las apetecidas moras.
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