Huimos de la sinrazón histérica de la historia, marchamos cuando la debilidad se impone y el peligro acecha por las estúpidas acciones de personas, ejércitos y gobernantes. Escapamos de la inestabilidad del hogar, de su vulnerabilidad. Rehuimos de un ambiente enrarecido en el momento en que nuestras vidas corren peligro. Nos vamos con lo puesto, descompuestos y horrorizados. La huida está incrustada en la memoria racional de irracionales momentos que impulsaron salir en estampida, romper el ritmo de los días y desbocar los instintos. Puede ocurrir en cualquier tiempo y lugar, nadie esta exento, nadie puede sustraerse al dolor ni la ira de ataques, guerras y epidemias.
Las huidas impregnan la memoria de la impotencia, marcan a hierro y fuego comportamientos y actitudes, el miedo acude presto a dar la noticia que se escribe desde entonces con letras temblorosas, inclinadas ante el peso del sufrimiento. Cada pueblo, cualquier ciudad, en sus anales recoge hechos luctuosos que fueron complementados por escapes, escondidas y refugios. Marbella los tuvo. La población se tiraba al monte, Sierra Blanca es protectora, abraza, da seguridad y cobijo en sus escondrijos de supervivencia. Abrigos, pechos, covachas, cuevas y minas.
En el año 860, suecos y daneses, agrupados bajo la denominación de normandos, circunnavegaban nuestras costas y saquearon casas y haciendas de una Marbella que aún no se había formado como ciudad. Cerros, lomas y picachos ofrecían el resguardo de la altura.
Cuando la peste azotaba, contagio que entraba por el puerto de puertos extranjeros, el aire limpio de nuestros bosques era saludable remedio. Muchos buscaron respirar alejados del círculo tóxico intramuros, trampa mortal. Existe noticia sobre el refugio de parte de la población en unos abrigos distantes media legua de la ciudad. Sierra Blanca salutífera, del urbano contaminado a la periferia pura.
La conquista de Marbella por las tropas castellanas en 1485 significó la victoria de la cristiandad y el éxodo de sus habitantes andalusíes. Les dejaron marchar con lo puesto. La ciudad fue vaciada, purificada y bendecida, las alquerías desmanteladas. Un nuevo orden nacía con renovados actores, tan expuestos a los abusos como los desplazados. Tanto fue así que la ocupación militar durante el XVI conllevó mudanzas a la vecina y menos presionada Estepona.
Con la Guerra de la Independencia, el francés empujó al marbellense sometido hacia el interior. El paisaje que se había pintado de cortijadas, caseríos y casas de labor en un hábitat disperso, era oxígeno para la población sometida, trasiego de víveres y espías.
El empuje de las tropas golpistas en la Guerra Civil, en compañía del ejército italiano, trajo “La Huida". Corrida de carretera y manta, dolorosa, desesperada y mortal. Miles de personas erraban a ninguna parte, su destino la muerte. Desde entonces sucedieron otras huidas, exilios interiores, abandonos íntimos, espirituales, exordios de una renuncia social.
En esta etapa de paz sin más guerras que las de los próximos y lejanos orientes, que de lejanas nos parecen mentira, libramos otra batalla, que de superficial resulta frívola, contra el mal llamado éxodo vacacional. Marbella asume ser epicentro de un terremoto que hace temblar los cimientos de la paciencia. La población se triplica. Los servicios sufren, las infraestructuras empequeñecen, pero a diferencia de antaño nos convertimos una temporada más en acogedores anfitriones de las conocidas como “hordas turísticas”, acaso por su apelativo de bárbaros del norte, ahora sustento de nuestro bienestar. Los piratas pasean por la playa sin barco y en chanclas, los jeques son bienvenidos, los castellanos son aprendices de nuestro buen vivir, a los vándalos los encuentras en cualquier esquina y los vikingos se achicharran cual sardinas en espeto. Los queremos a todos o al menos sus carteras.
Ahora también salimos corriendo cuando podemos. Huida hacia adelante, añoranza de tranquilidad, búsqueda de sosiego. Marbella es de ellos, de los extranjeros. Nos rendimos.
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