sábado, 26 de diciembre de 2009

EL CONFITERO DEL TRAPICHE



Días atrás tuve la oportunidad de visitar el Trapiche del Prado, también nombrado de la Inquisición, en algún documento antiguo Ingenio de fabricar azucares o Trapiche a secas. Esta antigua factoría, una vez despojada de la costra de años de dejadez y maltrato, ha recuperado lustre y se ofrece, con nostálgica belleza y emotiva figura a lo Piranesi, como espacio monumental, -el mejor ejemplo de arquitectura industrial de la ciudad-, como precioso legado, que es mimado por Paco Merino, bajo cuya coordinación facultativa se respeta su trascendencia patrimonial y significado histórico para convertirlo en residencia de ancianos, final feliz para la tenacidad de la familia Álvarez y para cuatrocientos años de historia. Estaría muy bien permitir su visita pública, aunque sea durante un día, porque su aspecto ruinoso es admirable, acrisolado, majestuoso y frágil.
Sin embargo, arrostró vida azarosa y cierto halo de misterio por su vinculación al Santo Oficio de la Inquisición. Benito de Castro, dueño en 1708 del complejo fabril y de las tierras de Puerto Rico con sus manantiales, fundamentales para el suministro de la ciudad, relata en testamento que lo había adquirido en 1677.
Juan Domínguez Polinario, confitero,  le habían hallado en posesión de libros de pastelería considerados heréticos, pecaminosas y dulces recetas. Por esas fechas Polinario estaba preso y sin bienes. A Castro y a sus herederos no debieron ir mejor las cosas porque la Inquisición aparece de nuevo como propietaria en 1720. Según Pérez Vidal, Castro se vio sometido también a juicio por la Inquisición, aunque lo relajó de su pena, pero no sucedió lo mismo con sus hijos Fernando y Baltasar Pablo, que pese a haberse reconciliado, perdieron el Trapiche y quién sabe si sus vidas.



Sucedió que el Trapiche había sido construido bajo el signo de la sospecha. Extraños nombres, a los habituales del terruño como Gaspar Pompes, Matheo Marco y Bertó (Bertaud), Joan de Espinosa y Pimienta, Golinario o Polinario, aparecieron en la escena de una industria pionera, tal vez la primera de transformación de la ciudad. Comerciantes extranjeros, quizá de los Países Bajos, portugueses o franceses, casi seguro que algunos judíos, recalaron en la ciudad atraídos por el auge del cultivo de la caña de azúcar. Lo cierto es que a mediados del XVII arreciaron las intervenciones del Santo Oficio porque conversos, reconciliados y judaizantes, en diversos grados ocupaban puestos estratégicos de la economía nacional, se infiltraban en la sociedad española y a veces hasta se integraban mediante matrimonios cristianos.
Cien años después, Enrique Grivegnée, comerciante de origen belga no tan sospechoso de herejía como los anteriores, relanzaba la producción de azúcar, sin embargo su condición de afrancesado tras la Guerra de la Independencia le provocó tantos problemas que terminó perdiendo los bienes por las deudas acumuladas. El declive del Trapiche fue imparable. Sobre él permanecerá siempre la pátina de la incomprensión, el estigma de ser un edificio que ocasionó penosas desgracias a sus propietarios, que amparó a personas de diferentes creencias o ideologías a las nuestras por las que fueron perseguidos, castigados y ajusticiados. Fue y será siempre el Trapiche de la Inquisición, también el del confitero Polinario, algo que nunca debe olvidarse.

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