jueves, 24 de diciembre de 2009

UNA DE PIRATAS




Los piratas han vuelto. Hacía tiempo que los habíamos olvidado, tanto que el delito desapareció de nuestro código penal y su existencia, con sus miedos, de nuestra memoria. Las aguas del Mediterráneo, las de mar adentro, las internacionales, eran más peligrosas por la contaminación que por los ataques enemigos. Los despiadados filibusteros, los crueles corsarios impregnan hoy el imaginario colectivo en su retrato más distorsionado, en heroicas novelas de aventuras, en apasionadas películas, en increíbles dibujos animados, en desternillantes parodias de ridículos bucaneros. Todo forma parte de una conjura contra tantos malos recuerdos, que ahora vuelven con toda su crudeza.


Hubo un tiempo que toda la costa peninsular estaba sometida al terror turco, al horror moro. Formaba parte del sinvivir cotidiano pues salir a faenar era una temeridad, transitar por los caminos litorales un disparate. Nadie osaba vivir extramuros y los nuevos pobladores no tenían más refugio que las murallas de la ciudad, más consuelo que la fe, más protección que la de un ejército formado por una milicia urbana presta al rebato, ciudadanos armados cuya obsesión era la de defenderse para sobrevivir. A principios del siglo XVI, la emigración junto a carestías y epidemias dejaron Marbella prácticamente deshabitada. Doscientos valientes castellanos, recios y curtidos, premiados con propiedades y beneficiados por numerosas mercedes y franquezas, componían un cuadro desolador.


Era tanta la trascendencia del problema, tal era la cantidad de secuestrados, que recalaron en la ciudad los Trinitarios, Orden que tenía entre sus obligaciones la del rescate de cautivos, una intermediación dialogada para la redención de rehenes retenidos durante años, sólo liberados tras costosas negociaciones, en las que las familias llegaban a perder bienes y haciendas con tal de recuperar a sus seres queridos. A su alrededor se creó toda una actividad productiva de alfaqueques, prestamistas, transportistas y correos. Cervantes, que no recaló en Marbella tras su liberación, pudo contarlo. No fue hasta mediados del siglo XVIII cuando aparecieron los primeros signos de su final con el control de las rutas marítimas, la ruina de las murallas, la apertura de la ciudad al exterior y la prosperidad de la pesca.


Entre los piratas más temidos, el turco Ali Hamet, -Aliamate para los nuestros- , uno de los capitanes de Barbarroja que protagonizó batallas navales, saqueos y expolios en nuestras costas. La más llamativa el saqueo de Gibraltar aunque la que más nos atañe es la fechada en agosto de 1540, cuando los milicianos de Marbella y Estepona vencieron a los berberiscos que habían desembarcado en Saladavieja, lugar cercano a la vecina localidad. Murieron más de setenta turcos. Al día siguiente regresaron a Marbella donde dieron gracias a Dios por la victoria mostrando orgullosos sus cabezas decapitadas y poniendo la bandera del enemigo en la capilla del capitán Malaver en el convento de la Trinidad. El día de la batalla al capitán le había dado un gran dolor de riñones por lo que encomendó a su sobrino la empresa.


Ahora, con el pasado amortizado, del otro mundo, del tercero, recibimos todo el catálogo de la subsistencia: hambre, caos, enfermedades, pateras, todos los horrores de la pobreza, de la vida como un padecimiento. Los piratas llevan móviles, los arcabuces trocaron en metralletas, las galeras en fuerabordas. Los relatos del Alakrana nos han roto las caricaturas y las simpatías, devolviéndonos su imagen auténtica con escalofríos y estremecimientos. Algunos de los nuestros, los de este mundo, el primero, piden sus somalíes cabezas como trofeos, como muestra de poder, de superioridad. Otros, como nuestro gobierno se conforman con el diálogo, cual Trinitarios Calzados, calzados con los zapatos de Zapatero. Entonces ni las negociaciones ni los degüellos masivos acabaron con el conflicto. Dicen que el fin de la piratería actual no se conseguirá en el mar sino en su tierra, cuando sea civilizada, asimilada a nuestros usos y costumbres tan pacíficos. Mas la duda se cierne inquietante sobre motivos y soluciones, de palabras henchidas y voluntades manidas, acaso escasas en cuanto a inversiones reales.

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