Desconozco la efectividad de estas medidas, no puedo calcular cuando saldremos de la crisis ni cuanto nos costará. Tampoco cuándo volverán los tiempos del consumo desenfrenado, de las hipotecas a la carta, de sonrisas en las sucursales bancarias, del denso paisaje de grúas en acción. No soy adivino, ni siquiera futurólogo, más sólo quedo en historiador de hechos, algunos tan asombrosamente similares a los presentes, que se ofrecen como didácticos argumentos de comparativos conocimientos.
Sucedió en 1803, el Consejo del Rey Carlos IV estaba preocupado por las consecuencias que traería al bien público el número creciente de trabajadores y jornaleros desempleados, la crisis alimentaria y el aumento de pobres de solemnidad. Tenían que “tomar providencias eficaces y activas para el mantenimiento del pobre jornalero en la temporada rigorosa del invierno, y prevenir el crimen, el hambre, las enfermedades y demás resultas perniciosas”. Las medidas consistían en obras públicas en los pueblos en las que se pudieran emplear los pobres y desdichados jornaleros. Para su financiación recurrían a la imaginación de corregidores y regidores, no obstante recomendaban excitar la caridad de los prelados, cabildos y cuerpos eclesiásticos de cada distrito y si no fuera posible la suscripción voluntaria entre vecinos pudientes.
La respuesta del corregidor Francisco Vicente Yáñez no se hizo esperar, proponía la reparación del arruinado surgidero de la playa para facilitar el trasiego de los barcos, la construcción de un cuartel para las tropas estantes al objeto de evitar los continuos excesos y tropelías que cometían con los ciudadanos, la reparación general de los empedrados de las calles, cañerías, madres, entradas y salidas de caminos. Para financiarlo ofrecía el fondo de Montes de la ciudad, porque, según afirmaba, el clero se hallaba desafortunado en bienes terrenales en consonancia con la pobreza de la ciudad “una de las más pobres del Reino”. La respuesta de los fiscales del Consejo fue taxativa, ni los proyectos ni los fondos consignados eran conformes a lo establecido.
Tuvieron que pasar más de ciento cincuenta años para que los barcos encontrasen abrigo en puerto, los primeros cuarteles se construyeron para la Guardia Civil tras doscientos años de proyectos inéditos y aún recuerdo el empedrado de algunas calles olvidadas del casco antiguo de mi infancia. Hubo duros días de invierno de ese mal año en los que se repartió pan para los famélicos desempleados, también se pagaba por matar lobos en Sierra Blanca y por capturar los gorriones que arrasaban con las cosechas.
El político e historiador Miguel Villalba Hervás calificaba, a finales del XIX, a Carlos IV como hombre de corto entendimiento. Mariano Rajoy catalogaba en
Marbella, la periférica, la marginada, tan desamparada de otras administraciones, agraviada hasta el ninguneo, creció entre políticos victimistas e incompetentes, entre ciudadanos imbuidos de cierto sentimiento de orfandad, resignados a la espera de un buen gobierno o, al menos, de sus inversiones. Ahora, seguimos igual, tanto, que no parecen haber pasado los años.
Muy buena y fina semejanza. La historia se repite.
ResponderEliminarIndudablemente el "analfabetismo" histórico al que me uno, nos hace creer que lo que nos ocurre es nuevo, único, especial. Cuando en realidad los sucesos son cíclicos, y salvo por la evolución tecnologica, nos encontramos en situaciones ya vividas por nuestros antepasados.
Me resulta curioso ver a Carlos IV como socialista, o quizas simplemente desesperado al no saber que hacer ante la crisis como les ocurre a los poderes actuales.