miércoles, 30 de diciembre de 2009

Las Lobatas





La diferencia entre una leyenda y una historia real estriba en que la primera puede crecer hasta alcanzar verosimilitud y empequeñecer la verdad de la segunda hasta desvirtuarla. Los mitos y leyendas, los bulos interesados, las falsificaciones, las burdas mentiras de la historia, de buena y mala voluntad, de generación espontánea o por introducción artificial en documentos, acompañan al historiador en esta ardua y árida travesía investigadora. Sucede algo similar, con las debidas salvedades y sin ánimo de reproche, al profundizar en las diferencias entre cronistas e investigadores, los primeros aficionados a aceptar la fehaciencia tal como la reciben y narrar conocimientos y recuerdos y los segundos obligados por nuestra profesión a interpretar lo sucedido al objeto de encontrar respuestas convenientes. En ocasiones, lo interpretado no mejora el legendario conocimiento y en otras la leyenda induce a injusticias que extienden su influencia, acaso por ser más asequibles, simpáticas o agradables que la cruda realidad.

Así ha sucedido con el nombre de la calle Lobatas, la más larga y recta del Casco Antiguo, resultado de la expansión del Barrio Alto, estirada entre la Portada norte de la alcazaba hasta la atarazana de cordoneros, donde se fabricaban toneles para guardar ese vinillo tan exitoso, resultado de la pisa de la apreciada uva "Marbella", olvidada entre las secuelas de la filoxera. La atribución de su significado a los lobatos que pudieron acercarse por allí, dada su abundancia en la sierra, hasta puede parecer creíble, pero avanzar en la invención hasta relatar la posible existencia de una loba que amamantaba a sus lobatas en las cercanías de la calle es tan absurdo que puede llegar a remitir a una fundación marbellense al estilo de Rómulo y Remo, pues sólo falta que alguien cuente el florido cuento del lobo bueno que salvó a algún niño abandonado.




La historia de estos nombres suele ser mucho más sencilla, consecuencia del sentido práctico de sus habitantes. A principios del siglo XVI decidió aposentarse allí Diego Lobato, era de las primeras casas de la calle, importante, con influencia escénica. Tras su fallecimiento, la familia mantuvo el apellido, como resulta lógico en tiempos de patriarcados y así viuda, hijas y otras descendientes, pasaron a ser conocidas por Las Lobatas, algo que finalmente se trasladó a la identificación del viario. Ni lobos ni lobas, tampoco lobeznos y lobatos, sólo mujeres cuyo apelativo les dotaba de carácter, de imagen clánica.

Este uso ha permanecido entre nosotros como reliquias de otra época, en aliases tan singulares como definitorios en los que las mujeres podían alcanzar notoriedad por la importancia del cabeza de familia: "Las Camachas" por Camacho el de los ultramarinos, "las Cantitas" inconfundibles en rasgos y linaje y muchas otras que podrán ustedes recordar, aunque para el caso que nos ocupa me quedo con el de Margara Bernal de "Las Bernalas", por supuesto, de la calle de Las Lobatas.

Mi amigo Rafael, de los Zamora de la calle San Diego, apellido que aparece ininterrumpidamente desde el siglo XVI en el Barrio Alto y desde el XIX en el entorno de las Lobatas, afirma que esta calle contiene tanta historia que podría escribirse una y cierto es que tiene razón, él forma parte de ella con nombre propio. Fue zona de expansión de la ciudad, acogió nuevos pobladores, está fuertemente vinculada a la agricultura de las huertas del entorno, durante la eclosión minera transmutó en lugar de posada y albergue y siempre tuvo vitalidad social y pujanza económica. Frente a los ilustres, burgueses y monumentales centros, las anónimas periferias, de anónimos trabajadores, quedan ensombrecidas y postergadas. Quizá sea buen momento para reivindicar esas historias consideradas menores en lustre, empero de fascinantes y reverenciales memorias.

martes, 29 de diciembre de 2009

El Archivero (Publicado el 28 de noviembre de 2009)




Siempre he sentido cierta veneración por los archiveros como custodios del pasado y del saber, sentados en el interior de un mundo tan hermético como misterioso, escondidos entre legajos, a la espera de un nuevo descubrimiento que eleve su figura a la categoría de personaje. Nunca finalizan su trabajo, Hoy será mañana Ayer y el ayer historia. Entre tanto papel sólo les queda espacio para el sentido común y una alta responsabilidad, la de guardar nuestra memoria.

En ocasiones, esa memoria queda maltrecha por el desprecio y el silencio cuando no sirve a los intereses de quienes la quieren dibujada a la medida, a la vez que ensalzada, mitificada y convertida en dogma cuando se pone al servicio del poder.

En nuestro país tenemos una larga tradición en manipulaciones históricas, quizá tan larga como la historia misma y aunque la historia pueda parecer un hecho irrefutable, hay encargados de convertirla en una opinión, un ariete del poder o del contrapoder, un paisaje tan subjetivo como ficticio, una irrealidad tan descabellada que incluso puede propiciar el genocidio, aunque la mayoría de las veces sólo queda en bravatas entre políticos, peleas de barrio entre vecinos o en manifestaciones de hechos diferenciales de nacionalismos caducos.

En días pasados he asistido atónito, -aunque conozca este corral de la política desde hace tiempo no termino de acostumbrarme-, a los ataques que ha recibido el archivero municipal, Francisco de Asís López Serrano, causados por la repercusión de un informe histórico sobre la colonia de San Pedro Alcántara, encargado por sus superiores del Ayuntamiento de Marbella, en relación al expediente de segregación de ese núcleo de población.

No podía creer que un historiador, que además es nuestro archivero municipal, fuera el objetivo de la ira desbocada de los independentistas de San Pedro. He oído amenazas de denuncias basadas en la figura penal de la prevaricación, aviso a navegantes sobre supuestas consecuencias –espero que ninguna física-, comentarios sobre la inoportunidad de haber redactado ese informe e incluso un reproche que me llamó la atención, pues decía que otros historiadores habían rechazado la propuesta de emitir ese informe y que no comprendía –el entrevistado- cómo el archivero podía prestarse a hacerlo.

Y ahí estaba el archivero, lejos de las sucias y enlodadas aguas de la política, ahora con el agua de la subjetividad hasta el cuello y con el barro de la estupidez hasta las botas, que creía que se limitaba a cumplir con su obligación como funcionario, como archivero y como historiador, él que siempre se había caracterizado y se caracteriza por su solvencia y rigor histórico, ahora convertido, bajo el fuego de la desbocada incontinencia verbal de algunos políticos, en antisampedreño, antiindependentista y, por supuesto, el peor mirado desde la colonia o más bien sólo por parte de ella pues los movimientos independentistas no suelen ser unánimes, en ocasiones ni son mayoritarios, los interesados en la política cada vez menos y los extremistas casi ninguno.

Su informe ha sido utilizado como arma arrojadiza, cargada de medias verdades, tanto por quienes se lo encomendaron –el Ayuntamiento de Marbella- como por quienes lo rechazan por no adecuarse a sus dictados y aspiraciones segregacionistas. Unos como otros parecen sentirse capaces de moldear la historia a su antojo, de leerla con los renglones torcidos, con derechos o sin derechos, de quitar o poner y en medio el archivero. Los historiadores nunca terminaremos de acostumbrarnos a los efectos perversos de las acciones políticas y sus secuelas.

Por todo esto, por tanta injusticia, porque sólo un político es capaz de descalificar a un historiador por historiar, porque los historiadores no debemos prestarnos a ese juego, quisiera mostrar mi mayor adhesión y ánimo al archivero, cuya brillante labor y dedicación desinteresada por el mundo de la cultura está resolviendo gran parte de las grandes deficiencias que sufre este municipio. Harían falta muchos Paco López.

sábado, 26 de diciembre de 2009

La necrópolis de Guadalmina




La zona arqueológica de Guadalmina es una de las más apreciadas de Andalucía. Junto a la Basílica de Vega del Mar forman un conjunto de valor incalculable. Van den Wyngaerde dibujó por encargo de Felipe II en la segunda mitad del siglo XVI las costas de España. A su paso por Marbella subió al pico Lastonar para ilustrar las nuestras y las bóvedas termales de Guadalmina fueron destacadas como monumento altivo, una mole impresionante de memoria y ruina. El ingeniero Miguel del Corral, que cartografió la zona en 1761, señalaba entre las Bóvedas y el entorno de la Basílica los restos de un poblado antiguo. En una revista publicada en 1916 se daba una noticia titulada “Una Pompeya española” donde se relataba el hallazgo, a muy pocos metros de unas ruinas llamadas las Bóvedas de unas sepulturas “indudablemente romanas”. Pérez de Barradas en 1932 afirmaba que la zona formaba un grupo urbano conocido desde hacía tiempo e indicaba que hacia poniente de las Bóvedas había vestigios claros de salazoneras y en todo su contorno restos de edificaciones al parecer importantes por el hallazgo de una basa de columna.




Una vitrina del Museo Arqueológico Nacional muestra los restos hallados en la zona como ejemplos significativos de la época. En el Museo Provincial de Pontevedra otra vitrina alberga más piezas, en el de Sevilla y Málaga también las hubo. Muestra irrefutable de su importancia.

Rafael García Conde en su libro “El espíritu del 79” narra que, debido a la construcción en 1981 de un conjunto de apartamentos en Guadalmina y el club de playa, aparecieron restos arqueológicos. El concejal de cultura y el arqueólogo de la Diputación fueron apedreados por los albañiles en el momento de la visita. A la promotora se le impuso una multa de cinco millones de pesetas. Por supuesto todos los restos fueron arrasados.

En la historia del planeamiento urbanístico la zona fue incluida como elemento a proteger desde el Plan de Ordenación de la Costa del Sol, fechado en 1961, en el que se proponía un plan sistemático de trabajos con la excavación total de los antiguos núcleos romanos de San Pedro con vistas a su conservación como museo al aire libre. Los siguientes planes parciales, generales y comarcales incluyeron la protección del monumento y su entorno sin delimitar en plano hasta donde llegaba el ámbito de actuación citando el entorno como objeto de protección. En el inminente PGOU se amplía la cautela a toda la urbanización: una raya en el mapa.



La reciente Ley patrimonial andaluza, expone que la aparición de hallazgos casuales de objetos y restos materiales que posean valor patrimonial debe ser comunicada en veinticuatro horas a la administración competente y que cuando exista peligro de destrucción o de deterioro de un bien protegido estamos obligados a avisar a las autoridades competentes y eso hicieron ciudadanos de San Pedro Alcántara comprometidos con su pueblo porque les duele. La misma Ley adjudica la competencia en la gestión a los ayuntamientos encargados de velar por su cumplimiento a los que se entiende les debe doler también su pueblo y están obligados a poner todos los medios y voluntades en la protección de nuestro legado histórico.

Hubo un tiempo, durante doce meses, que el ayuntamiento de Marbella tuvo arqueólogo en plantilla. Fue cuando la gestora. Entre sus cometidos estaba la comprobación de las licencias de obra incluidas en los órdenes del día de las comisiones de gobierno al objeto de alertar sobre las medidas a tomar cuando la obra pudiera afectar a restos arqueológicos u otras figuras patrimoniales. Su presencia al inicio del desmonte de las excavadoras era una garantía, evitaba males mayores. Pero no cundió el ejemplo.

El desconocimiento de la historia no exime del cumplimiento del deber de proteger nuestro patrimonio, con las leyes sucede lo mismo, con la diferencia de que los actos contra la historia los dilucida la historia misma, las leyes los jueces y las voluntades los ciudadanos.

Al parecer había una necrópolis en Guadalmina a escasos doscientos metros de las termas, restos romanos de enjundia y ajuares. La raya en el mapa que la protegía aún no está aprobada. Todo indica que su mayor parte ha sido destruida, porque nadie sabía nada.

EL CONFITERO DEL TRAPICHE



Días atrás tuve la oportunidad de visitar el Trapiche del Prado, también nombrado de la Inquisición, en algún documento antiguo Ingenio de fabricar azucares o Trapiche a secas. Esta antigua factoría, una vez despojada de la costra de años de dejadez y maltrato, ha recuperado lustre y se ofrece, con nostálgica belleza y emotiva figura a lo Piranesi, como espacio monumental, -el mejor ejemplo de arquitectura industrial de la ciudad-, como precioso legado, que es mimado por Paco Merino, bajo cuya coordinación facultativa se respeta su trascendencia patrimonial y significado histórico para convertirlo en residencia de ancianos, final feliz para la tenacidad de la familia Álvarez y para cuatrocientos años de historia. Estaría muy bien permitir su visita pública, aunque sea durante un día, porque su aspecto ruinoso es admirable, acrisolado, majestuoso y frágil.
Sin embargo, arrostró vida azarosa y cierto halo de misterio por su vinculación al Santo Oficio de la Inquisición. Benito de Castro, dueño en 1708 del complejo fabril y de las tierras de Puerto Rico con sus manantiales, fundamentales para el suministro de la ciudad, relata en testamento que lo había adquirido en 1677.
Juan Domínguez Polinario, confitero,  le habían hallado en posesión de libros de pastelería considerados heréticos, pecaminosas y dulces recetas. Por esas fechas Polinario estaba preso y sin bienes. A Castro y a sus herederos no debieron ir mejor las cosas porque la Inquisición aparece de nuevo como propietaria en 1720. Según Pérez Vidal, Castro se vio sometido también a juicio por la Inquisición, aunque lo relajó de su pena, pero no sucedió lo mismo con sus hijos Fernando y Baltasar Pablo, que pese a haberse reconciliado, perdieron el Trapiche y quién sabe si sus vidas.



Sucedió que el Trapiche había sido construido bajo el signo de la sospecha. Extraños nombres, a los habituales del terruño como Gaspar Pompes, Matheo Marco y Bertó (Bertaud), Joan de Espinosa y Pimienta, Golinario o Polinario, aparecieron en la escena de una industria pionera, tal vez la primera de transformación de la ciudad. Comerciantes extranjeros, quizá de los Países Bajos, portugueses o franceses, casi seguro que algunos judíos, recalaron en la ciudad atraídos por el auge del cultivo de la caña de azúcar. Lo cierto es que a mediados del XVII arreciaron las intervenciones del Santo Oficio porque conversos, reconciliados y judaizantes, en diversos grados ocupaban puestos estratégicos de la economía nacional, se infiltraban en la sociedad española y a veces hasta se integraban mediante matrimonios cristianos.
Cien años después, Enrique Grivegnée, comerciante de origen belga no tan sospechoso de herejía como los anteriores, relanzaba la producción de azúcar, sin embargo su condición de afrancesado tras la Guerra de la Independencia le provocó tantos problemas que terminó perdiendo los bienes por las deudas acumuladas. El declive del Trapiche fue imparable. Sobre él permanecerá siempre la pátina de la incomprensión, el estigma de ser un edificio que ocasionó penosas desgracias a sus propietarios, que amparó a personas de diferentes creencias o ideologías a las nuestras por las que fueron perseguidos, castigados y ajusticiados. Fue y será siempre el Trapiche de la Inquisición, también el del confitero Polinario, algo que nunca debe olvidarse.

EL “PLAN ZAPATERO” Y LA MARBELLA DE 1803






En periodos de crisis el desempleo amenaza la estabilidad social, el hambre la seguridad nacional y la desesperación suele desatar la violencia. La recurrencia de epidemias, malas cosechas, devaluaciones monetarias, consecuencias posbélicas, nefandos gobiernos y demás luctuosos recuerdos de la historia contemporánea española, tan caracterizada por nuestro decimonónico atraso económico, parecen amenazar el civilizado horizonte del actual acomodo patrio.

Las medidas estatales contra el desempleo, quedan en cuidados paliativos, en una vuelta de tuerca más del estado del bienestar: más ayudas familiares, becas, subvenciones, prestación de desempleo para autónomos, aumento de los talleres de empleo, prestamos a empresas para que no cierren, a los bancos para que no quiebren y el ofrecimiento de una cantidad elevada del presupuesto a los ayuntamientos a cambio de obras en infraestructuras; es el conocido como “Plan Zapatero”, oficialmente abreviado “Plan E” y correctamente denominado “Plan Español para el estímulo de la Economía y el Empleo”.

Desconozco la efectividad de estas medidas, no puedo calcular cuando saldremos de la crisis ni cuanto nos costará. Tampoco cuándo volverán los tiempos del consumo desenfrenado, de las hipotecas a la carta, de sonrisas en las sucursales bancarias, del denso paisaje de grúas en acción. No soy adivino, ni siquiera futurólogo, más sólo quedo en historiador de hechos, algunos tan asombrosamente similares a los presentes, que se ofrecen como didácticos argumentos de comparativos conocimientos.

Sucedió en 1803, el Consejo del Rey Carlos IV estaba preocupado por las consecuencias que traería al bien público el número creciente de trabajadores y jornaleros desempleados, la crisis alimentaria y el aumento de pobres de solemnidad. Tenían que “tomar providencias eficaces y activas para el mantenimiento del pobre jornalero en la temporada rigorosa del invierno, y prevenir el crimen, el hambre, las enfermedades y demás resultas perniciosas”. Las medidas consistían en obras públicas en los pueblos en las que se pudieran emplear los pobres y desdichados jornaleros. Para su financiación recurrían a la imaginación de corregidores y regidores, no obstante recomendaban excitar la caridad de los prelados, cabildos y cuerpos eclesiásticos de cada distrito y si no fuera posible la suscripción voluntaria entre vecinos pudientes.

La respuesta del corregidor Francisco Vicente Yáñez no se hizo esperar, proponía la reparación del arruinado surgidero de la playa para facilitar el trasiego de los barcos, la construcción de un cuartel para las tropas estantes al objeto de evitar los continuos excesos y tropelías que cometían con los ciudadanos, la reparación general de los empedrados de las calles, cañerías, madres, entradas y salidas de caminos. Para financiarlo ofrecía el fondo de Montes de la ciudad, porque, según afirmaba, el clero se hallaba desafortunado en bienes terrenales en consonancia con la pobreza de la ciudad “una de las más pobres del Reino”. La respuesta de los fiscales del Consejo fue taxativa, ni los proyectos ni los fondos consignados eran conformes a lo establecido.

Tuvieron que pasar más de ciento cincuenta años para que los barcos encontrasen abrigo en puerto, los primeros cuarteles se construyeron para la Guardia Civil tras doscientos años de proyectos inéditos y aún recuerdo el empedrado de algunas calles olvidadas del casco antiguo de mi infancia. Hubo duros días de invierno de ese mal año en los que se repartió pan para los famélicos desempleados, también se pagaba por matar lobos en Sierra Blanca y por capturar los gorriones que arrasaban con las cosechas.

El político e historiador Miguel Villalba Hervás calificaba, a finales del XIX, a Carlos IV como hombre de corto entendimiento. Mariano Rajoy catalogaba en 2005 a Rodríguez Zapatero como bobo solemne. En la Marbella de 1804 gran parte de la población lloraba por las esquinas debido a los escasos recursos, mientras se demandaba a la administración central inversiones; en la Marbella de 2009 lo mismo, acaso con lágrimas de cocodrilo, como se pedía en la turística del franquismo y en la inmobiliaria del Gilismo. Siempre se habló de construir una línea de ferrocarril y nunca se construyó, en la actualidad también se habla. Ahora se discute sobre la ampliación del puerto, como hace treinta años. El Plan E está sirviendo para arreglar calles, cañerías, caminos, conducciones y otros enlucidos y adornos, algunos tan añejos que pudieran pasar por restos arqueológicos. Nada parece suficiente ante tan ancestrales retrasos.

Marbella, la periférica, la marginada, tan desamparada de otras administraciones, agraviada hasta el ninguneo, creció entre políticos victimistas e incompetentes, entre ciudadanos imbuidos de cierto sentimiento de orfandad, resignados a la espera de un buen gobierno o, al menos, de sus inversiones. Ahora, seguimos igual, tanto, que no parecen haber pasado los años.

jueves, 24 de diciembre de 2009

UNA DE PIRATAS




Los piratas han vuelto. Hacía tiempo que los habíamos olvidado, tanto que el delito desapareció de nuestro código penal y su existencia, con sus miedos, de nuestra memoria. Las aguas del Mediterráneo, las de mar adentro, las internacionales, eran más peligrosas por la contaminación que por los ataques enemigos. Los despiadados filibusteros, los crueles corsarios impregnan hoy el imaginario colectivo en su retrato más distorsionado, en heroicas novelas de aventuras, en apasionadas películas, en increíbles dibujos animados, en desternillantes parodias de ridículos bucaneros. Todo forma parte de una conjura contra tantos malos recuerdos, que ahora vuelven con toda su crudeza.


Hubo un tiempo que toda la costa peninsular estaba sometida al terror turco, al horror moro. Formaba parte del sinvivir cotidiano pues salir a faenar era una temeridad, transitar por los caminos litorales un disparate. Nadie osaba vivir extramuros y los nuevos pobladores no tenían más refugio que las murallas de la ciudad, más consuelo que la fe, más protección que la de un ejército formado por una milicia urbana presta al rebato, ciudadanos armados cuya obsesión era la de defenderse para sobrevivir. A principios del siglo XVI, la emigración junto a carestías y epidemias dejaron Marbella prácticamente deshabitada. Doscientos valientes castellanos, recios y curtidos, premiados con propiedades y beneficiados por numerosas mercedes y franquezas, componían un cuadro desolador.


Era tanta la trascendencia del problema, tal era la cantidad de secuestrados, que recalaron en la ciudad los Trinitarios, Orden que tenía entre sus obligaciones la del rescate de cautivos, una intermediación dialogada para la redención de rehenes retenidos durante años, sólo liberados tras costosas negociaciones, en las que las familias llegaban a perder bienes y haciendas con tal de recuperar a sus seres queridos. A su alrededor se creó toda una actividad productiva de alfaqueques, prestamistas, transportistas y correos. Cervantes, que no recaló en Marbella tras su liberación, pudo contarlo. No fue hasta mediados del siglo XVIII cuando aparecieron los primeros signos de su final con el control de las rutas marítimas, la ruina de las murallas, la apertura de la ciudad al exterior y la prosperidad de la pesca.


Entre los piratas más temidos, el turco Ali Hamet, -Aliamate para los nuestros- , uno de los capitanes de Barbarroja que protagonizó batallas navales, saqueos y expolios en nuestras costas. La más llamativa el saqueo de Gibraltar aunque la que más nos atañe es la fechada en agosto de 1540, cuando los milicianos de Marbella y Estepona vencieron a los berberiscos que habían desembarcado en Saladavieja, lugar cercano a la vecina localidad. Murieron más de setenta turcos. Al día siguiente regresaron a Marbella donde dieron gracias a Dios por la victoria mostrando orgullosos sus cabezas decapitadas y poniendo la bandera del enemigo en la capilla del capitán Malaver en el convento de la Trinidad. El día de la batalla al capitán le había dado un gran dolor de riñones por lo que encomendó a su sobrino la empresa.


Ahora, con el pasado amortizado, del otro mundo, del tercero, recibimos todo el catálogo de la subsistencia: hambre, caos, enfermedades, pateras, todos los horrores de la pobreza, de la vida como un padecimiento. Los piratas llevan móviles, los arcabuces trocaron en metralletas, las galeras en fuerabordas. Los relatos del Alakrana nos han roto las caricaturas y las simpatías, devolviéndonos su imagen auténtica con escalofríos y estremecimientos. Algunos de los nuestros, los de este mundo, el primero, piden sus somalíes cabezas como trofeos, como muestra de poder, de superioridad. Otros, como nuestro gobierno se conforman con el diálogo, cual Trinitarios Calzados, calzados con los zapatos de Zapatero. Entonces ni las negociaciones ni los degüellos masivos acabaron con el conflicto. Dicen que el fin de la piratería actual no se conseguirá en el mar sino en su tierra, cuando sea civilizada, asimilada a nuestros usos y costumbres tan pacíficos. Mas la duda se cierne inquietante sobre motivos y soluciones, de palabras henchidas y voluntades manidas, acaso escasas en cuanto a inversiones reales.