La diferencia entre una leyenda y una historia real estriba en que la primera puede crecer hasta alcanzar verosimilitud y empequeñecer la verdad de la segunda hasta desvirtuarla. Los mitos y leyendas, los bulos interesados, las falsificaciones, las burdas mentiras de la historia, de buena y mala voluntad, de generación espontánea o por introducción artificial en documentos, acompañan al historiador en esta ardua y árida travesía investigadora. Sucede algo similar, con las debidas salvedades y sin ánimo de reproche, al profundizar en las diferencias entre cronistas e investigadores, los primeros aficionados a aceptar la fehaciencia tal como la reciben y narrar conocimientos y recuerdos y los segundos obligados por nuestra profesión a interpretar lo sucedido al objeto de encontrar respuestas convenientes. En ocasiones, lo interpretado no mejora el legendario conocimiento y en otras la leyenda induce a injusticias que extienden su influencia, acaso por ser más asequibles, simpáticas o agradables que la cruda realidad.
Así ha sucedido con el nombre de la calle Lobatas, la más larga y recta del Casco Antiguo, resultado de la expansión del Barrio Alto, estirada entre la Portada norte de la alcazaba hasta la atarazana de cordoneros, donde se fabricaban toneles para guardar ese vinillo tan exitoso, resultado de la pisa de la apreciada uva "Marbella", olvidada entre las secuelas de la filoxera. La atribución de su significado a los lobatos que pudieron acercarse por allí, dada su abundancia en la sierra, hasta puede parecer creíble, pero avanzar en la invención hasta relatar la posible existencia de una loba que amamantaba a sus lobatas en las cercanías de la calle es tan absurdo que puede llegar a remitir a una fundación marbellense al estilo de Rómulo y Remo, pues sólo falta que alguien cuente el florido cuento del lobo bueno que salvó a algún niño abandonado.
La historia de estos nombres suele ser mucho más sencilla, consecuencia del sentido práctico de sus habitantes. A principios del siglo XVI decidió aposentarse allí Diego Lobato, era de las primeras casas de la calle, importante, con influencia escénica. Tras su fallecimiento, la familia mantuvo el apellido, como resulta lógico en tiempos de patriarcados y así viuda, hijas y otras descendientes, pasaron a ser conocidas por Las Lobatas, algo que finalmente se trasladó a la identificación del viario. Ni lobos ni lobas, tampoco lobeznos y lobatos, sólo mujeres cuyo apelativo les dotaba de carácter, de imagen clánica.
Este uso ha permanecido entre nosotros como reliquias de otra época, en aliases tan singulares como definitorios en los que las mujeres podían alcanzar notoriedad por la importancia del cabeza de familia: "Las Camachas" por Camacho el de los ultramarinos, "las Cantitas" inconfundibles en rasgos y linaje y muchas otras que podrán ustedes recordar, aunque para el caso que nos ocupa me quedo con el de Margara Bernal de "Las Bernalas", por supuesto, de la calle de Las Lobatas.
Mi amigo Rafael, de los Zamora de la calle San Diego, apellido que aparece ininterrumpidamente desde el siglo XVI en el Barrio Alto y desde el XIX en el entorno de las Lobatas, afirma que esta calle contiene tanta historia que podría escribirse una y cierto es que tiene razón, él forma parte de ella con nombre propio. Fue zona de expansión de la ciudad, acogió nuevos pobladores, está fuertemente vinculada a la agricultura de las huertas del entorno, durante la eclosión minera transmutó en lugar de posada y albergue y siempre tuvo vitalidad social y pujanza económica. Frente a los ilustres, burgueses y monumentales centros, las anónimas periferias, de anónimos trabajadores, quedan ensombrecidas y postergadas. Quizá sea buen momento para reivindicar esas historias consideradas menores en lustre, empero de fascinantes y reverenciales memorias.