jueves, 1 de octubre de 2020

EL PAISAJE DE DIOS

 


Hay momentos en la vida que un hallazgo fortuito puede llegar a tocarte el alma. Fue rebuscando entre mis fichas que encontré una vieja anotación “Condesa de Gasparin, Andalousie et Portugal, 1886”. Quedó olvidada entre tantos papeles y carpetas cuando, en plena vorágine investigadora, no puedes abarcar todo lo que te ofrece la historia. Cerré la puerta pero abrí una ventana, esa que da una luz tenue que te recuerda que los días pasan pero no terminan hasta que no cierras los ojos.

Ahora ha vuelto, la condesa traspasa esa ficha añeja para adquirir una figura con prestancia. La obtención del texto fue una revelación (solo he encontrado dos ejemplares uno en la Biblioteca Nacional de Francia y otro en la Biblioteca de Andalucía en Granada). A pesar que se ha trabajado sobre la autora en varios artículos sobre literatura de viajes, el texto correspondiente a Marbella era la primera vez que lo leía entero.














La suiza Valérie de Gasparin viajaba con un enorme baúl y un ejemplar de la Biblia. Recorrió España en 1866 y publica en 1869 su libro más conocido. Sin embargo, las impresiones de Andalucía y Portugal quedaron inéditas como explicaba el editor que, en 1886 publicaba la edición que tratamos: “El nuevo trabajo, de la autora de “Les horizons prochains”, que publicamos hoy, estaba en imprenta cuando se declaró la guerra de 1870. Los desastres de la patria retrasaron su impresión; luego siguieron circunstancias particulares: una parte notable del manuscrito se perdió durante la Comuna. Han pasado quince años: la autora, desde entonces, ha reconstruido su obra en su totalidad, según sus notas. Los acontecimientos recientes otorgan a las cosas de España un interés muy especial: ha llegado el momento, nos parece, de presentar al público la obra destinada a ella”.

El resultado es un bellísimo fragmento de nuestro marbellense terruño, de lirismo apoteósico, con un fondo romántico sublimado por la búsqueda de una naturaleza primigenia. Era el paisaje de Dios. Su salida de Marbella, tras la accidentada llegada del día anterior, dibuja una naturaleza intacta, limpia, donde la luz y la tierra se apoderaban de los sentidos:

“Tenía un encanto indescriptible esa mañana todo recién regado. Las blancas casas de Marbella, refugiadas bajo sus grandes higueras, bajo sus grandes naranjos, reían al sol. La Sierra Bermeja, violeta en los primeros planos, escarpada a medida que se elevaba, mezclaba sus ásperas cumbres con el azul del cielo. Nuestro camino, a veces esbozado, a veces completado, se interrumpía en cada corriente, perdiéndose, encontrándose de nuevo, desmoronándose en algunos lugares, y era aún más encantador. El despoblado, por un momento despojado, señor a esta hora de la tierra, yacía allí como un rey. Las jaras y los palmitos invadían la tierra, una vez arrasada por esta apariencia de camino. Según el aire, según el crecimiento de la vegetación, las formas rojas y blancas, suavemente abultadas y repentinamente calmadas, serpentearían por el desierto. Las abejas volaban hacia los cálices; el mar corría a lo largo de las costas en una cinta de color azul; las torres de vigilancia, doradas, macizas, marcaban la distancia”.

Pero el día antes de la llegada la situación no había sido tan plácida. Viajar a caballo acentúa los sentidos y acrecienta las emociones:

“Nuestra caravana se mueve ahora atravesando el despoblado. El inmortal Siria (1) cubre el suelo con su alfombra azul, lavada de blanco; la maceta abre sus flores por todas partes. Nuestros caballos están cansados, el día cae, el mar se hincha, el viento de África ara las superficies. Las nubes, al atardecer, se amontonan hacia las montañas de Marbella, nuestro alojamiento nocturno. Los vuelos de las gaviotas cortan la ola, arañan el aire con sus cohortes blancas. El otoño se ha desatado, las olas rugen. Como sucede en los países del sur, la noche se hace de repente sin transición. Envuelto en la oscuridad, todo lo que vemos es este mar tormentoso. Los brillos blanqueados con espuma surcada por brillos fosforescentes nos parecen como un muro que llega hasta el cielo”.










La noche apagaba el ánimo, la preocupación era creciente, no era el lugar ni el momento para viajar, los peligros entre tinieblas acechan amenazantes:

“A nuestra izquierda está el desierto. A lo lejos. Alguna torre de vigilancia, una vez destinada a indicar la presencia de bárbaros traficantes en el mar, aparece y luego se desvanece; otra se levanta, otra y otra de nuevo: fantasmas del pasado, que salen de la noche para volver a ella de inmediato. O son figuras inmóviles, carabineros con la escopeta al hombro, a veces solos en la orilla, a veces en filas silenciosas con sus camaradas, en esta concurrida cala del contrabandista. - El saludo habitual se intercambia:

- Vaya usted con Dios.

- Baya [sic]

Y en este abandono, en medio de las lamentaciones de la tormenta, el nombre de Dios, gravemente pronunciado, que se repite de tanto en tanto, parece extender la paz del cielo sobre nosotros”.

El paisaje desaparece a la vez que aumenta la sensación de peligro, la tragedia se palpa, adobada de dolor, lo que le otorga ese ambiente tan deseado por el viajero romántico:

“Durante mucho tiempo el faro de Marbella ha estado girando en la distancia, sin acercarse, sin crecer. Durante mucho tiempo ha estado en silencio. La preocupación nos abraza. Con gran dolor mi marido (2) - lo siento - se está aferrando a su debilitado caballo. Los pies de nuestros animales se están hundiendo en la arena; creemos que estamos retrocediendo a cada paso. Para encontrar un terreno de apoyo, tenemos que caminar en las olas; pero nuestras asustadas bestias se mueven hacia atrás y se levantan.

Frente a nosotros, el malagueño susurra rondeñas; el bordado de los versos brilla, lanzados a la noche. La gran voz de la ira del mar le da un fondo trágico. Los misterios del dolor, nuestra demencia, nuestro pecado, lo poco que somos, las grietas que se abren bajo nuestros pies, parece que nos está contando su historia. Y mientras el oleaje y nuestros pensamientos se van a las lágrimas, escuchamos, detrás de la caravana, a David cantando himnos a pleno pulmón. El himno atraviesa el huracán, domina las melodías siniestras: es la luz del faro eterno; el fuego no vacila.

¿Llegaremos? Ya no preguntamos. - Estas palabras son siempre las mismas -: ¡Dos leguas! han frustrado tan a menudo nuestras esperanzas que ni preguntamos al arriero (al anochecer, se refugió en nuestra farola), ni a los carabineros plantados a lo largo de la orilla”.













Tras la tempestad, Marbella se ofrece acogedora aunque recelosa. La ciudad que entonces desmantelaba sus murallas aún no se había desprendido del temor a lo desconocido:

“Alrededor de la medianoche, el faro que había desaparecido repentinamente brilló. Los árboles se estaban desvaneciendo en el cielo. ¡Marbella! ¿Oyes ese grito? Aquí estamos frente a la posada, una casa blanca cuyos habitantes están sorprendidos por nuestra invasión. Una anciana, la anfitriona, muy compasiva pero muy molesta de vernos, acoge la historia de nuestras aventuras con el ¡Ai!  que testimonia su simpatía y también su completo disgusto.

El patio, bajo un enrejado, con un pozo en el medio; una habitación desnuda y encalada; el ático arriba: esto es todo lo que hay. -Nuestra patrona se apresura a advertirnos que no tiene pan, ni puchero, ni carne cocida, ni huevos, ni verduras, ni vino ni nada. Ella manda al cielo veinte: ¡Mucho ruido! ¡Mucho ruido! Acompañado de miradas desoladas; después de lo cual, la excelente mujer nos da todo: mantel deslumbrante, toallas perfumadas, pollo con arroz, consomé, ¡vino de Málaga!.

Vamos, es bueno para las pobres palomas mensajeras como nosotros acurrucarse, con la cabeza bajo el ala, en un nido suave, todo aterciopelado con benevolencia y amor”.



















La aventura da paso al sueño y de lo onírico a la realidad de San Pedro Alcántara a la mañana siguiente. Pasó de largo, quiso ver un castillo y no le convenció ese paraíso ordenado:

“San Pedro de Alcántara, el pueblo fundado por el general Concha, se encuentra en esta colina, en medio de la caña de azúcar, iglesia y castillo. Los tallos ya grandes, ondulantes hasta donde alcanza la vista, golpearán su línea dorada contra la barra de lapislázuli que se encuentra frente a ellos junto al mar ... Pero hay Edenes mejores para mí.

¡Aquí, este rincón perdido! Este revoltijo de lentiscos, palmitos y brezos; esos naranjos gigantes que arrojan al viento su lluvia de flores; estas granadas rojas como llamas; estos albaricoqueros con ramas poderosas”.

La naturaleza ordenada y bien cultivada perdía el encanto de lo salvaje y su cercanía con Dios más cualquier detalle le devolvía la comunicación íntima con el cielo:

“¿Ves esa higuera centenaria, en la desembocadura del río que se ensancha al entrar en el mar? Lleva la cúpula con sus grandes hojas a diez metros del suelo. Abajo reina una noche transparente de límpidas esmeraldas. En esta sombra, una cabaña; al frente, una niñita enrollada en su trapo morado, con la cabeza despeinada, los ojos profundos y pensativos, apoyada en los codos, la cara entre las manos, mira pasar el agua, la hermosa agua viva, sin arruga, sin pliegue. A ambos lados, dos matorrales de adelfas han erigido sus tapices carmesí a lo largo de la corriente. La lanza de los agaves, candelabro con ocho floretes, en sección transversal del espesor es donde canta el ruiseñor. Canta por sí mismo, por Dios, por sus amores; cuenta la conmovedora belleza de estos retiros; llena la expansión del esplendor con su voz.

¡Cómo vadeamos estos ríos encantados! ¡Qué frescura nos han dado sus oasis! ¡Cómo nos quedamos bajo estas grandes ramas y cómo inhalamos sus perfumes!”.

En este largo viaje emocional del idilio con la naturaleza podía pasarse rápido al frenesí de lo imprevisto:

“A veces, un rebaño de cabras, esbeltas y leonadas como gacelas, cruzaba el agua. Siguieron la barra que medio cerraba la boca; se les veía sobresalir una a una sobre la turbia superficie del mar, el pastor que las seguía, abrigo regiamente echado sobre los hombros, cintura esbelta, sombrero bajado, resaltaba contra la inmensidad. Entonces la soledad se reanudó.

A largos intervalos nos encontramos con una fila de mulas muy cargadas. El contrabandista, rifle en la espalda, navaja en el cinturón, se acercaba, atraído por los ojos, caminando a paso rápido, empujando a la Capitana, que esta vez, temerosa de los fusileros, no tenía cencerros colgando del cuello. Intercambiamos el: ¡Baya usted con Dios! Un lema repetido por los centinelas perdidos entre sí.

Sucedió aún que nuestra caravana emergió de repente en medio de un rebaño de Yeguas o una vacada de toros, que algún muro de nopales nos había ocultado la vista. ¡los caballos a relinchar y galopar y los arrieros a gritar!”.

Marbella y su tierra había regalado dos intensas jornadas a la condesa. Sus palabras son nuestra nostalgia por ese paraíso perdido:

“En estas inmensidades abandonadas al beneplácito de Dios, entre las flores que allí sembró su mano, el alma crece en toda la amplitud del horizonte”.

(1)  Puede referirse al Hibiscus syriaco o rosa de Siria, aunque al ser azul podría ser la malva.

(2)  Agénor de Gasparin llegó a ser senador en Francia.

Mi agradecimiento a Antonia Gómez por la traducción.