No es mi modelo de ciudad ni es modélico, es el urbanismo de
Marbella, con sus luces y sombras, herencia del Franquismo desarrollista, el
que nos puso en la órbita de los centros mundiales del turismo, que ahora
arrastra problemas de gestión, dudas sobre su futuro y propuestas de
reconversiones, quizá porque ya no nos gusta tanto, acaso porque se aprecia su
fin o ineficacia.
En cuanto a la ciudad existen dos facetas contrapuestas: la de la ciudad legal, –la de los planes, la de los proyectos y teorías, muchas veces utópicas– que sustenta los deseos de un modelo urbano basado en el bienestar de sus habitantes; y la de la ciudad real, que es reflejo del poder, que crece a impulsos de la iniciativa privada o de los gestores de la administración que la configuran en función de múltiples factores: distintas administraciones, intereses económicos, políticos, sociales, técnicos, incluso culturales, por lo que en determinadas ocasiones se corre el riesgo de transformar la ciudad de un bien de consumo en un objeto de producción.
Y aunque esta afirmación suene con toda crudeza, lo cierto es que en el caso concreto de Marbella, desde su creación como Centro Turístico Internacional, se sometió a un planeamiento basado con mayor o menor velocidad en su crecimiento con el único límite de la capacidad territorial del término municipal. Y ahora, sesenta años después, podemos apreciar no sólo en Marbella, sino en toda la Costa del Sol, como todas las previsiones iniciales de ocupación del territorio se han ido cumpliendo poco a poco: hay municipios que han agotado prácticamente su suelo urbanizable; otros que apuran lo que les queda; y otros, los pequeños pueblos del interior y los periféricos al núcleo central de la Costa del Sol, tanto occidental como oriental, que comienzan a repetir los mismos errores de antaño.
Con tanto desenfreno, es difícil imaginar una ciudad ideal, esa del desarrollo sostenible, esa de las declaraciones de intenciones, la de las cartas internacionales, la de las convenciones, resoluciones y manifiestos de la UNESCO, del ICOMOS, del Consejo de Europa, las cartas del Paisaje Mediterráneo, porque frente a tantas buenas palabras, nos enfrentamos a una realidad distinta, divergente en los fines y en los métodos. Una realidad social y económica en la que apenas hay espacio para la sensibilidad medio ambiental o patrimonial. Una realidad a la que no es ajena ningún municipio del litoral español. Una realidad donde se abusa, hasta el sarcasmo, de la utilización del concepto denominado “desarrollo sostenible”. Una realidad donde se cometen los mismos errores, se hacen las mismas interpretaciones y se utilizan los mismos argumentos, que en la época del desarrollismo de los años sesenta del siglo XX: la creación de riqueza como axioma inquebrantable, la anteposición de los intereses lucrativos sobre los ambientales, tradicionales o históricos, la justificación, en fin, del crecimiento como única forma de subsistencia.
En Marbella, como en toda España, hubo intentos de conciliación teórica entre estos dos conceptos de ciudad, pero casi siempre fueron nulos en la práctica, imponiéndose la realidad especulativa a la legalidad. Y aunque este proceso se inició hace muchos años y aún está inacabado, un sentimiento de derrota, ratificado por las estadísticas de ocupación de la primera línea de playa del litoral español, por la abundancia de noticias respecto a atentados contra el patrimonio, por la reiteración de manifestaciones políticas irresponsables sobre la anteposición de los intereses económicos, incluso de la subsistencia de los municipios como único argumento válido para el desarrollo, frente a que la preservación del medio natural o cultural sólo es motivo de pobreza y un obstáculo para el desarrollo. Todo nos induce a reflexionar sobre un gran fracaso cuya culpabilidad se difumina y dispersa a lo largo de la historia, en instituciones, leyes, actitudes y voluntades.
El primer Plan General de Ordenación de la ciudad, aprobado inicialmente en 1967, proponía la creación de tres ciudades turísticas: Marbella, Elviria y Andalucía la Nueva, como consecuencia primaba la creación de unidades autosuficientes por medio de planes parciales, pero también venía a legalizar la proliferación en poco más de diez años de las urbanizaciones clandestinas.
Este tipo de urbanización programada se convirtió en emblema internacional del modelo turístico promovido por el gobierno central en los años sesenta. Los proyectos eran concebidos como elementos novedosos en el urbanismo tradicional español al tomar como referencia una combinación de las experiencias inglesas de las ciudades jardín, las urbanizaciones periféricas españolas y las ciudades del tiempo libre europeas del siglo XIX, como alternativa a la ciudad industrial en una distribución que contemplaba un diseño completamente autónomo con una importante concentración de equipamientos colectivos. De ser una única ciudad el término municipal de Marbella pasó a tener cuatro núcleos, cuatro ciudades que gestionar con una administración local creada para uno solo.
Y ese está siendo nuestro gran fracaso. Marbella es una ciudad difusa que ya no tiene un solo centro, es cara de mantener, costosa por la necesaria multiplicación de los equipamientos, por la extensión de las infraestructuras, con una plantilla municipal absolutamente insuficiente para proporcionar un adecuado servicio. Frente a la ciudad compacta, de centro definido, donde prima un crecimiento ordenado para facilitar los accesos y los servicios, Marbella es una ciudad de ciudades, confusa, con cientos de kilómetros perdidos entre urbanizaciones desde Cabopino hasta Guadalmina. Una maravillosa ciudad jardín para el turista y un desastre para su administración. Un galimatías de kilómetros para conducciones de gas, electricidad, comunicaciones, saneamiento y limpieza y que se extiende a todas las áreas de seguridad, de tráfico, de fiestas incluso. Lo que se le da a uno se le quita a otro, algo que desde hace años nos está restando potencia en inversión pública porque no se concentra ningún equipamiento hay que dispersarlos y multiplicarlos todos y pese a ello la sensación de abandono en todos los núcleos se generaliza, los de Las Chapas y Nueva Andalucía se sienten abandonados, los de San Pedro humillados y los de Marbella molestos porque se ha extendido la opinión de que se invierte más en otros núcleos que en el propio.
Nadie parece contento con este modelo de ciudad, quizás haya que ir pensando en cambiarlo.