El 25 de enero de 1898, el acorazado norteamericano Maine, fondeaba en la bahía de La Habana. El 15 de febrero, una explosión hundió el barco y en abril, americanos y españoles se declaraban la guerra en Cuba. Los avatares de la historia obligan a recapitulaciones y traslados de lo general a lo particular, de las estrategias internacionales a aconteceres cotidianos y locales, y dado que esta serie de artículos marbellenses intentan recuperar hechos de nuestro pasado podemos entrever que aquéllos no fueron ajenos a la ciudad.
Marbella, como el resto del país, sufría una crisis que afectaba a todos los sectores productivos y en especial a los más desfavorecidos de la población. Las explotaciones mineras habían declinado hasta casi desaparecer. La filoxera acabó con las viñas, las higueras enfermaron, las malas cosechas se repetían y a severas sequías sucedieron no menos destructivas inundaciones. El paro, la miseria y el malestar social de los jornaleros, -nada menos que el 70% de la población-, crecieron a la par que gobiernos municipales corruptos engordaban sus cuentas de fechorías. Pero si este patético cuadro no causa aún estremecimiento en el lector, podríamos añadir que a la epidemia de cólera siguió la de paludismo, los montes deforestados, el impuesto de consumos, que gravaba los artículos de “comer, beber y arder” no paraba de subir (parece un vicio u obsesión política), las levas para la guerra se llevaban a los mozos más pobres, pues los que podían pagar su redención se libraban. Docenas de soldados de Marbella murieron o quedaron inútiles.
Existía preocupación entre los gobernantes por el peligro de motines, algaradas o sublevaciones y en ese estado desesperado que solo conoce el que no tiene pan que comer, 600 panes se repartieron con motivo de la Inmaculada Concepción de
Tanto malestar social no impedía que, bajo mínimos, las espontáneas expresiones festivas y lúdicas se manifestaran en este caso como paliativo ante tanta desdicha. De hecho, llegaba la fecha de celebración del temido carnaval, escaparate de críticas sociales, de gobernantes histriónicos abochornados por la chanza populachera, de poderosas figuras maltratadas en grotescas caricaturas y, también, refugio de conspiradores y descontentos.
El 19 de febrero de 1898, con el Maine hundido, el alcalde Diego Romero Amores, liberal y malapata, procesado por corrupción en 1896 y repuesto en su puesto en diciembre de 1897, entre las primeras medidas que tomó fue la de restringir la expresión sincera, la libertad de la fiesta que representaba la libertad, con un decreto que solo alguien que ha sufrido recortes en su libertad puede comprender. Lo justificaba por el decoro de la fiesta: “No se permite la careta en la vía pública desde el anochecer; se prohíbe usar vestiduras religiosas o militares y toda clase de armas; se prohíbe dirigir insultos, frases o canciones ofensivas a persona alguna, prevalecidos por la (careta) máscara; solo la autoridad y sus agentes podrán mandar quitar la careta a cualquiera que no guarde el debido decoro o turbe la prudente expansión propia de tales días; los que infrinjan estas disposiciones sufrirán la multa de
El carnaval sobrevivió al alcalde. No fue ni el primero ni el último gobernante que quiso acabar con la incómoda fiesta. Desde el siglo XVIII fue recurrente actitud, pues es consustancial al cargo intentar cercenar o dirigir cualquier espíritu crítico. Ninguno lo consiguió. Probablemente es la única celebración profana que ha perdurado en el tiempo sin control oficial, quizá sea por eso la mejor manifestación de independencia.