jueves, 28 de enero de 2010

El carnaval de 1898





El 25 de enero de 1898, el acorazado norteamericano Maine, fondeaba en la bahía de La Habana. El 15 de febrero, una explosión hundió el barco y en abril, americanos y españoles se declaraban la guerra en Cuba. Los avatares de la historia obligan a recapitulaciones y traslados de lo general a lo particular, de las estrategias internacionales a aconteceres cotidianos y locales, y dado que esta serie de artículos marbellenses intentan recuperar hechos de nuestro pasado podemos entrever que aquéllos no fueron ajenos a la ciudad.

Marbella, como el resto del país, sufría una crisis que afectaba a todos los sectores productivos y en especial a los más desfavorecidos de la población. Las explotaciones mineras habían declinado hasta casi desaparecer. La filoxera acabó con las viñas, las higueras enfermaron, las malas cosechas se repetían y a severas sequías sucedieron no menos destructivas inundaciones. El paro, la miseria y el malestar social de los jornaleros, -nada menos que el 70% de la población-, crecieron a la par que gobiernos municipales corruptos engordaban sus cuentas de fechorías. Pero si este patético cuadro no causa aún estremecimiento en el lector, podríamos añadir que a la epidemia de cólera siguió la de paludismo, los montes deforestados, el impuesto de consumos, que gravaba los artículos de “comer, beber y arder” no paraba de subir (parece un vicio u obsesión política), las levas para la guerra se llevaban a los mozos más pobres, pues los que podían pagar su redención se libraban. Docenas de soldados de Marbella murieron o quedaron inútiles.

Existía preocupación entre los gobernantes por el peligro de motines, algaradas o sublevaciones y en ese estado desesperado que solo conoce el que no tiene pan que comer, 600 panes se repartieron con motivo de la Inmaculada Concepción de 1899. A esta situación se sumaba el tumultuoso panorama de la política local y el enrarecido ambiente internacional, transmitido por medio de telegramas oficiales.

Tanto malestar social no impedía que, bajo mínimos, las espontáneas expresiones festivas y lúdicas se manifestaran en este caso como paliativo ante tanta desdicha. De hecho, llegaba la fecha de celebración del temido carnaval, escaparate de críticas sociales, de gobernantes histriónicos abochornados por la chanza populachera, de poderosas figuras maltratadas en grotescas caricaturas y, también, refugio de conspiradores y descontentos.

El 19 de febrero de 1898, con el Maine hundido, el alcalde Diego Romero Amores, liberal y malapata, procesado por corrupción en 1896 y repuesto en su puesto en diciembre de 1897, entre las primeras medidas que tomó fue la de restringir la expresión sincera, la libertad de la fiesta que representaba la libertad, con un decreto que solo alguien que ha sufrido recortes en su libertad puede comprender. Lo justificaba por el decoro de la fiesta: “No se permite la careta en la vía pública desde el anochecer; se prohíbe usar vestiduras religiosas o militares y toda clase de armas; se prohíbe dirigir insultos, frases o canciones ofensivas a persona alguna, prevalecidos por la (careta) máscara; solo la autoridad y sus agentes podrán mandar quitar la careta a cualquiera que no guarde el debido decoro o turbe la prudente expansión propia de tales días; los que infrinjan estas disposiciones sufrirán la multa de 5 a 25 pesetas.

El carnaval sobrevivió al alcalde. No fue ni el primero ni el último gobernante que quiso acabar con la incómoda fiesta. Desde el siglo XVIII fue recurrente actitud, pues es consustancial al cargo intentar cercenar o dirigir cualquier espíritu crítico. Ninguno lo consiguió. Probablemente es la única celebración profana que ha perdurado en el tiempo sin control oficial, quizá sea por eso la mejor manifestación de independencia.

sábado, 23 de enero de 2010

¿Quién recuerda otras nevadas en Marbella?







Fue el pasado 10 de enero, sobre las 17,30, el cielo abrió lo suficiente para retratar La Concha y la cañada al sur de Lastonar.
Las nevadas en Marbella nos producen alegría, pese a que el tiempo era malo, malo, la peor maldición de la Costa del Sol.
¿Quién recuerda otras nevadas en Marbella? aunque no sepan la fecha exacta, relaten sus imágenes.
Gracias

miércoles, 20 de enero de 2010

El tren de la Mina




La ciudad de Marbella vive en perenne primavera. Por la parte Sur, el mar la acaricia con sus tranquilas olas; por la parte Norte, Sierra Blanca la defiende del frío. Es más que un pueblo, un invernadero de personas y plantas, en donde el frío no llega y la vejez se retarda en la suavidad de un clima en el que son desconocidos los violentos contrastes de Madrid. Aún conserva su antiguo recinto de murallas; pero el caserío se sale fuera, desdeñando por inútil el amparo de las arcaicas fortalezas, en las que crecen los chumberos con prolífica abundancia. El color de aquellas piedras es como el de la yesca, y en el horizonte de azul brillante se destacan sus siluetas con cierto aspecto de senectud alegre, muy ajeno al ordinario carácter elegíaco de otras ruinas.

Así comenzaba José Ortega Munilla la descripción de la ciudad en el libro Viajes de un Cronista publicado en Madrid en 1892. Era escritor y periodista, miembro del Partido Moderado y de la Real Academia de la Lengua, aunque quizá sea más conocido por ser padre del filósofo Ortega y Gasset. Entre su amplia obra nos interesa este libro en el que insertaba su visión de Tánger, Berlín, Roma, París y su periplo por las costas andaluzas de Málaga y Cádiz. El capítulo dedicado a Marbella, fechado en 1887, se inicia con las dificultades del trayecto desde Málaga: Para ir de Málaga a Marbella es preciso pedir a las naves su hélice o a los gamos su agilidad y ligereza. Porque la carretera no está terminada ni lleva trazas de estarlo, y las diligencias que salen todos los días de Málaga constituyen más que una empresa industrial, una empresa heroica.



Llamó su atención la explotación de las minas por parte de la compañía británica Marbella Iron Ore Co. Ltd.: En la playa prolonga sus tramos de hierro sobre el mar, el magnífico muelle construido por la sociedad inglesa que explota las ricas minas de hierro. Desde el puntal del muelle, el espectáculo es admirable. Dilátase en amplia curva el pueblo y los cortijos, que con sus blanquísimas casas llenan los rellanos que preceden a las estribaciones de Sierra Blanca. En último término eleva sus crestas azuladas y grises la cordillera, y allá arriba se ven los movimientos de tierra que indican la existencia de las minas. El anteojo marino nos enseña allí, entre aquellas asperezas y fragosidades, el hormigueo de la población minera, y en el campo cristalino del catalejo destácanse las figuras de algunos hombres que trabajan en picos inaccesibles, colgados de la cintura por tirante cable, como arañas pendientes de su hilo.

John Broadfoot y Miguel Calzado Martínez, como representantes de William Malcolm, habían conseguido en 1869 que el Ayuntamiento de Marbella le cediera varios terrenos del común de vecinos, al objeto de establecer una vía férrea entre la mina, situada en la carretera de Ojén al Este del actual cementerio de la Virgen del Carmen, y La Marina, hoy avenida del Mar, a cambio de costear una cañería de plomo o de hierro que condujese el agua potable de la población a la punta del muelle. Funcionaba el trenecillo, nombrado de San Juan Bautista, en 1872; el recorrido se iniciaba arriba del camposanto, cruzaba los veinte metros de Puente Palo, seguía por encima de las tapias del Trapiche del Prado, La Montua; bajaba por la Huerta de San Isidro y Los Montoros, hoy Hotel Don Miguel y Xarblanca; Llanos de Valdeolletas, por La Cantera y la travesía nombrada Carril de la Mina; cruzaba hacia el Sur por la calle del Calvario en toda su extensión y embocaba hacia La Marina por parte de la avenida Jacinto Benavente, Huerta del Mesón y cortaba finalmente Ricardo Soriano hasta Miguel Cano.




Disfrutemos con Ortega el paseo… sobran más comentarios: La pequeña locomotora arrastraba jadeando la larga fila de vagones, al fin de la cual había enganchado el vagoncillo en que íbamos de expedicionarios. Cada curva de la vía nos dejaba ver nuevos horizontes espléndidos de luz y de vegetación, el mar dilatándose en amplia llanura, sólo limitada por la borrosa silueta de la costa de África.

La dinamita y el pico horadan sin descanso las montañas y las arrancan sus peñascos de hierro. Constantemente se oye el estruendo del monte que cae desgajado a la detonación de la dinamita que estalla.

Cuando el sol se fue poniendo, regresamos a Marbella en una vagoneta que, abandonada a su propio peso, corría por el plano inclinado a una velocidad de un kilómetro por minuto.

Aquel despeñamiento suave por la hermosa vía, aquella caída sin temores ni angustia desde el nido de águila, aún iluminado por la luz diurna, al oscuro valle, nos produjo viva impresión y dulce abandono. El vivo vientecillo del mar nos acariciaba los sentidos; la luz tenue del horizonte daba infinita magia a objetos, contornos y dintornos. Cuando el extraño vehículo se detuvo, nos pareció despertar de un sueño.

martes, 19 de enero de 2010

Puente Palo de nuevo




Los buenos recuerdos suelen permanecer en la memoria mientras son útiles, a la vez que son reemplazados por otros que reflejan mejor nuestras vivencias. Un lugar transitorio puede llegar a ser “un no lugar”, como calificó Marc Augé a esos espacios de paso en los que nadie repara más que como una transmisión entre sitios más estables.

Algo similar ha ocurrido con el Puente Palo, un cruce de caminos entre la carretera de Ojén y el paraje de Puerto Rico y entre éste y el Trapiche del Prado. En tiempos de Tostón, como rememora la bloguera de Marbella (http://hecho-en-marbella.blogspot.com/), se paraba allí o se quedaba para ascender a Puerto Rico Alto. También, como sucedió en la infancia de Maru (http://marudemarbella-tallergrabado.blogspot.com/), nos llevaban los padres para que disfutáramos de la caída de agua, ya mozalbetes algunos se citaban allí.


Dolores Navarro, de Mujeres en las veredas (http://mujeresenlasveredas.blogspot.com/) incide en la distinción entre los lugares de Puente Palo, arriba, y Chorreadero, desde la caída de la cascada. Un documento fechado en 1872 cita el Chorreadero o Puente Palo en el pago o partido del Chorreadero, un buen curso de agua, en una gran caída. Es cierto que el lugar por donde discurre el arroyo que forma la cascada se llama el Chorreadero. Era zona de viñas y huertas. Sobre el molino decir sólo que es muy antiguo. Un documento de 1573 lo describe así: "Sitio de molino de una pasada al pie de la sierra a do dizen el Chorreadero, linde camino Real que va al Peñón". Sin embargo en otro documento de 1841 informa de que entonces era para transformación de mineral de hierro y que estaba en el paraje de Puente Palo, por tanto considero acertado llamar a la cascada de Puente Palo como del Chorreadero, aunque si queremos ser precisos, Dolores lleva razón.



El puente debió ser de palo hasta que la compañía minera construyó uno más recio en 1869, para que pasara el trenecito de la Mina. Veinte metros de longitud, de los que hoy solo queda el topónimo, el recuerdo y el cariño de muchos marbellenses que aprecian nuestra historia, que buscan refugio sensible en esos “no lugares” de paso y cruce, pero lugares que dejaron una marca imborrable en la memoria.



Tico Martín, que practica su querencia por el patrimonio con la visión de su objetivo, me envía las fotografías que ilustran esta entrada. Están tomadas a finales de los años setenta del siglo XX. Algo mágico, al menos bucólico, transmiten esas imágenes que nos trasladan a infancias y encuentros, a vínculos y olores, a paisajes y sonidos de la infancia, más bien de la pubertad, acaso de una adolescencia de encuentros y flirteos.

José Manuel Beltrán (http://ventanademarbella.blogspot.com/) incide en la voluntad de visitarlo, de acudir, quizá, a rememorar nuestras andanzas. Sin embargo, nuestras visitas pueden tener otro fin que no es otro que el de reivindicar su valor sentimental, paisajístico, medioambiental y patrimonial, para que alguien con poder deje por un momento su vorágine política y nos acompañe en este sentimiento.

Puede que algún día nos veamos allí. Entre todos vosotros habéis creado una narración de gran sentido y responsabilidad ciudadana, tan sencilla como Puente Palo.


miércoles, 13 de enero de 2010

Las piedras de la Cantera




La transformación de un paisaje siempre deja alguna huella del pasado. La tierra asimila usos y costumbres, variables en consonancia con temporales necesidades vitales y los topónimos que le dieron nombre resultan a veces enigmáticos por extraños y aunque se pueda sospechar que una urbanización se llame La Cantera porque hubo una explotación para la extracción de piedra, es preciso un refrendo documentado y la constatación fiel de su devenir para que la memoria se impregne de esos conocimientos tan ancestrales que nos dotan de raíces.

Fue a mediados del siglo XVIII, José Gómez y Miguel Carrera, maestros canteros de la Catedral de Málaga buscaban nuevos lugares en la provincia donde poder continuar su trabajo debido a la escasez de suministro de otros yacimientos por el ritmo acelerado de las obras. Conocían la Cantera de Marbella puesto que por esas fechas trabajaban para culminar la obra de la nueva iglesia de Nuestra Señora de la Encarnación, en concreto labraban la magnífica Puerta del Sol, todo un alarde virtuoso de cincel y martillo, que adquiere mayor resplandor cuando el sol de poniente alcanza su frontal y los contrastes realzan su silueta. Toda la parroquial había sido edificada con piedras del lugar, que distaba un cuarto de legua de Marbella.



Tal era la categoría del material, “declarada por el maestro mayor de muy buena calidad para sillares”, que los diputados de la obra de la Catedral encargaron a los canteros abrir una cantera de piedra franca, dígase libre de impuestos. El trabajo de entalladores y tallistas era duro, el transporte costoso, sufrido. Además del terrestre en carro a través del camino de la Ánimas, nombre adquirido de la gran huerta propiedad de la desaparecida hermandad de las Benditas Ánimas en Camoján, hasta embocar por el camino del Trapiche, debían embarcar la piedra en un lanchón en el rebalaje y ponerla después en el barco que había de transportarla al muelle de Málaga. Gómez había comprado el lanchón a unos corsarios franceses y en 1757 se lo vendió a Cristóbal González. Comenzaba a menguar la producción y en la transacción se estipulaba la preferencia para embarcar las piedras “siempre que haya”, signo de agotamiento.

Fueron pocos años, los suficientes para que el topónimo quedara singularizando el terreno. Siglos atrás había servido para construir el Castillo y otros edificios civiles y militares. Durante el siglo XIX se plantó de viñas y olivos y el carril que cruzaba hacia las fábricas de hierro fue ocupado por una pequeña vía férrea que transportaba el mineral para la compañía inglesa. A principios de los sesenta de la centuria pasada, las primeras casas comenzaron a alinearse en línea ascendente frente a la Florida. Otros tiempos, nuevos usos. La eclosión inmobiliaria de los noventa significó su consolidación, los equipamientos vinieron más tarde, aún vienen y más que quedan por llegar.

En un viaje de ida y vuelta, curiosas coincidencias del destino, esta narración acaba enlazando el presente con el pasado, pues donde se removieron los sillares del Castillo fue fundado en 1986 un colegio, el de las Hijas de María Auxiliadora (Salesianas), que es una ampliación del que en 1953 se inauguró en el interior de la Alcazaba. Los mismos sólidos cimientos sostienen ambos centros, con la diferencia que en la actualidad es vivero de otra cantera, en este caso formada por cientos de escolares marbellenses, que alguna vez recordarán que estudiaron en un colegio con mucha historia a sus pies.




sábado, 9 de enero de 2010

¿Alguien sabe dónde está tomada la fotografía?






Me gustaría saber algo de vuestros conocimientos marbellenses y compartirlos con los visitantes del blog.
Espero vuestras respuestas.
El premio es negociable.


viernes, 8 de enero de 2010

Un poeta en el convento de la Trinidad



Es bien reconocido que los conventos fueron centros de poder por la acumulación de conocimiento, semilleros de creación literaria, además de espirituales rincones de devoción recogida. También fueron lugares de debate sobre la religión comprometida, de conflictos celestiales y sensibilidades terrenales que originaron la formación de numerosas personalidades literarias que trascendieron sus muros, alcanzaron notoriedad y dejaron testimonio escrito, figuras en ocasiones veladas por el tiempo.

Fue el caso de Inácio Xavier do Couto, nacido en Elvas en el Alentejo portugués, en 1697, hijo de Lope Gil de Couto, médico de cámara de los monarcas lusos Pedro II y Juan V. Estudió gramática, filosofía y teología y el 6 de enero de 1716 tomó el hábito de fraile Trinitario Calzado en el convento de Marbella. Se celebró la ceremonia acostumbrada en la iglesia, una vez cruzada la puerta reglar que se abría entre el altar de Cristo en la Columna y la capilla de San Acacio mártir. Tras pasar junto a las capillas de Santa Lucía, Nuestra Señora del Rosario y al altar de San Telmo, llegaron a la reja del comulgatorio, al lado de la capilla mayor. El retablo de Santa Catalina remataba en un hermoso lienzo de la Santísima Trinidad.

En 1729, Couto alcanzó el grado de procurador general de la provincia de Andalucía y a partir de 1736, de vuelta en Portugal, desanduvo su trayectoria para ser predicador por orden especial del Rey. Pese a tantos méritos cenobiales, el recuerdo que nos han dejado historiadores y cronistas fue el de su notable poesía y su no menos valiosa producción operística. El bibliógrafo Barbosa Machado afirmaba que “cultivó la poesía con tanta cadencia, que sus producciones métricas testimoniaron el entusiasmo de su musa”. La calidad de su obra en prosa es defendida en tesis doctorales, se discute si fue el creador de la parodia como método predicatorio.




Del periodo de estancia en Castilla queda la impronta de varias publicaciones, acaso alguna escrita en Marbella, “La vida en trance mortal”, “El odio del amor” y “Métrica descripción de la sumptuosisima publicación de cautivos”, editado en Sevilla en 1725, además de varios romances y sonetos. Sin embargo fue en su país natal donde alcanzó cierta fama y reconocimiento como autor de óperas; “Las firmezas de Proteo” y “Endimión y Diana” estrenadas ambas, la segunda en el teatro Casa dos Bonecos, traducido como marionetas, en el Barrio Alto de Lisboa en 1740.

Viene a cuento esta breve semblanza para recordar el ruinoso estado de nuestro maltratado convento, tan menguado en muros que sólo resiste con una pequeña porción de lo que se construyó. Otros usos, desde su venta en 1842, fueron desfigurando paulatinamente su fisonomía. La iglesia, que coincide sustancialmente con el actual salón de actos del colegio Bocanegra, fue sala de cine, molino de jaboncillo para suave talco y sede del centro parroquial del esparto. Sus restos son incluidos como objeto de rehabilitación desde hace años en las diferentes propuestas que llenan de contenido programas políticos y otros azares. Las catas arqueológicas desvelaron la intensidad de su historia y ahora, años más tarde, quedamos a la espera de que las escasas voluntades actuales tornen en dadivosos gestos, a que la gracia de algún presupuesto, - en su defecto alguna gracia divina -, caiga sin dilación en tan añejo monumento.

Como escribía Couto en un soneto dedicado a la Virgen Santísima de la Liberación, “Nesse abysmo de graças me confundo…”.