Para un investigador enfrentarse a un legajo es de las
sensaciones más placenteras y emocionantes. Seguramente no eres el primero en
abrirlo, por supuesto habrá pasado por tantas manos como cientos de años tenga
pero tu mirada es distinta, plena de ilusión por la incertidumbre de hallar lo
que nunca nadie antes analizó, comienzas a escudriñar su aspecto, a adaptarte a
esa paleografía caprichosa, a intentar entender su lenguaje y a interpretar su
sentido. Las más de las veces lo cierras sin más, no te aporta nada y vuelves a
iniciar el proceso en un bucle durante largas jornadas de paciencia y
dedicación.
Cada documento es tratado con mimo, como si cualquier brisa
pudiera deshacerlo en mil pedazos, muchos se desmoronan solo mirarlos de
carcomidos que están por la polilla, devastados por hongos, empapados por la
humedad. Su supervivencia depende de muchos cuidados y factores aunque su
consideración como patrimonio histórico es la mejor de las garantías.
Mantenidos durante siglos en los lugares más resguardados, los más secos, elevados
del suelo, como valiosos tesoros en el arca de las tres llaves tal como se
denominaba la ubicación de nuestros documentos municipales en el siglo XVI, no
obstante eran la diferencia entre el orden jurídico y sus antónimos, son ahora
joyas de la memoria, armas para el recuerdo.
No siempre estuvieron bien guardados como tampoco tuvieron
la consideración debida, tantas veces han sido maltratados que su fragilidad
conllevaba su desaparición inmediata. El fuego, el agua, la desidia, el
ocultamiento, la incultura, la estupidez, la ideología, la religión o simplemente
el odio son amenazas constantes.
Hubo buenas bibliotecas marbellenses como la de Alonso de
Bazán que conocemos su inventario por el minucioso trabajo de Catalina Urbaneja
pero de la que no hay rastro sobre su devenir, lo mismo ocurre con la que tuvo
el presbítero Vázquez Clavel que por los que nombra en sus Conjeturas de
Marbella debió de ser extensa. Seguro que hubo muchas más de las que poco o
nada se conoce. Un día, hace ya unos cuantos años, me avisaron que en el
vaciado de una de las grandes casas de la calle Ancha se arrojaron a un
contenedor docenas de libros de los que muchos fueron salvados de la quema por
ciudadanos anónimos, cuando llegué no quedaba rastro y es que los libros arden
mal citando el título de la magnífica novela de Manuel Rivas, metáfora de la
sinrazón. Tanto el convento de la Trinidad como el de San Francisco dispusieron
de buenas bibliotecas, del primero el poeta Inácio Xavier do Couto, del que ya
escribimos en este blog, debió de dar buena cuenta. Las desamortizaciones
fueron muy nocivas para ellas y es curioso que en la búsqueda de documentación
en el Archivo Histórico Nacional sobre estos conventos no hay más que una caja
con un par de exiguos legajos.
Muy triste fue lo sucedido con el archivo y biblioteca del
Hospital Bazán que aún se mantenía cuando ya no prestaba servicio hospitalario
y estaba ocupado por diferentes familias. Algo se salvó y tuve el inmenso
placer junto a Catalina Urbaneja de ser de los primeros en investigarlo. Un
archivo parcial que sin embargo nos proporcionó datos de enorme valor
historiográfico, tanto como el de San Juan de Dios del que se conserva en
buenas condiciones gran parte de su historia.
Trágico fue el destino de la iglesia de la Encarnación, el
18 de julio de 1936, con el comienzo de la de violencia anticlerical, sus
bienes fueron saqueados, y el mobiliario y el tejado quemados. En los últimos
meses de ese mismo año, el interior estaba destruido y sirvió de refugio para
cientos de desplazados con sus animales domésticos utilizándose el sagrario de
cuadra. La relación de objetos destruidos, además del archivo parroquial, fue
casi total, miles de documentos y libros fueron quemados.
Es incalculable lo que se ha perdido, algunas son un tanto traumáticas
como la del importantísimo documento de los Repartimientos de Marbella tras la
conquista de la ciudad por los Reyes Católicos. No se ha hallado ni una copia
pese a que era fundamental para establecer propiedades y lindes. Esperemos que
pronto se descubra entre tantos pleitos que hubo algún duplicado. Acaso el que
se custodiaba en el archivo municipal fue destruido junto a cientos de legajos por
los franceses durante la invasión y los que sobrevivieron quizás fueron pasto
de las llamas en el conocido Motín de las mujeres en 1909 con motivo de la
detención del médico Félix Jiménez de Ledesma que tan bien describió Lucía
Prieto.
Lucía fue la primera que después de tantos años de abandono
de los restos de la documentación municipal puso orden. Labor continuada hasta
hoy por el archivero municipal Francisco de Asís López Serrano al que dediqué en su momento una publicación que también se encuentra en este blog. No sé si llegaron
a conocer ese sótano más propio de una mazmorra fría y húmeda de película
medieval, donde los documentos se amontonaban entre humedades y ratas como se
encargó de destacar el ABC a principios de los Noventa. Investigar allí era una
proeza, la precariedad era absoluta. Recuerdo mis inicios investigadores en una
vieja mesa debajo de una cañería de fecales con una luz tenue que ponía a
prueba la mejor de las saludes.
Sin embargo no todo ha sido destrucción, ya que poco tiempo
después el archivo fue trasladado a calle Portada y finalmente nuestros
documentos históricos obtuvieron el mejor reconocimiento con la creación del
bellísimo archivo histórico en el cortijo de Miraflores en tiempos de la
Gestora.
Cualquier historia puede tener un final feliz o no, nosotros
somos los responsables.