Durante los tiempos de la Marbella que vivía dentro de las murallas, cuyas puertas se abrían y cerraban al son que marcaba el día y la noche, en la que fuera sólo existían peligros y huertas, las procesiones formaban parte del acontecer rutinario y debieron recorrer una carrera oficial, prescrita y ordenada, de hitos señalados y espacios sacralizados, porque los desfiles eran más que una exaltación de fe, participaban de un rito purificador de calles y creyentes, también establecían una red de solidaridades, de vínculos sociales con representatividad institucional, para demostrar que la religión era imprescindible y su poder consustancial en la vida de los ciudadanos.
Configuraba una vía sacra, de tradicionales actos y rituales ceremonias, no había margen para el azar ni la improvisación pues con la rectitud en su cumplimiento se exponía, sin ambages, los beneficios celestiales de la cohesión y la firmeza de las indulgencias terrenales. Poco sabemos, nada hay descrito, sin embargo las ciudades de nuestra modernidad cristiana eran lugares con un marcado carácter uniforme, que invitan a la recreación de lo que fue, como hipótesis fundada en cercanas y aún activas funciones, sea el caso del Rosario de la Aurora.
La noche, siempre presente, abre las puertas, las de la Puerta del Sol, frente a la calle de Gloria, en la iglesia de Nuestra Señora de la Encarnación. Es el centro, origen, paso y destino de todas las cofradías marbellenses, de las que tenían allí sede y las del Arrabal. Numerosas antorchas iluminan una ciudad bruna. A la derecha el Pilar del Ángel era el triunfo más simbólico de la colación de Santa María. La comitiva dirige sus pasos hacia la calle Carmen, acceso al Castillo, colación de San Bernabé, nombre de la antigua mezquita santificada tras la conquista en
La Casa de Cabildo es el baluarte del poder civil, que no siempre mantuvo buenas relaciones con el religioso; eran frecuentes los enfrentamientos y desaires y en más de una ocasión le fue retirada al regidor la silla reservada para las ceremonias oficiales en la parroquial. En la fachada del Ayuntamiento reina la imagen de la Inmaculada Concepción, el desfile se acerca a la colación de Santiago, el paso es obligado en la calle de la Estación de Cruz o de Penitencia, estrecha hasta su ampliación en los años veinte del siglo XX.
El recorrido se abre hacia la plaza de la Victoria, que hasta avanzado el XIX no era tanta plaza ni de la Victoria; entonces la plazuela de Juan de Ortega era el punto de comunicación entre la calle del alférez Francisco Guerra y la de Gonzalo Caballero. Del mismo modo era la salida al callejón del Castillejo que daba a las Cruces, tras cruzar el arroyo de la Huerta Chica, en dirección al Calvario, vía dolorosa de estaciones, que culminaba en el monte de la pasión y muerte de Jesucristo.
Nuestra procesión continúa por calle de Juan de Pedraza, antes llamada Principal y Real del Aposento, la muralla de la ciudad cierra el paso al espacio que después se conocería como la Alameda, por lo que se produce un giro a la izquierda en línea al muro meridional, Fortaleza, dejando a la izquierda la calleja de San Lázaro hasta llegar a la plazuela de Bilbao. Pasos más allá, junto a la Puerta de la Mar en la plaza de la Carnicería, años más tarde de la Verdura, actualmente José Palomo, se efectúa una nueva parada junto a la imagen de la Virgen de la Cabeza antes de encajarse en la angosta calle de San Juan de Dios. En el Hospital, fundado por los Reyes Católicos, la hermandad de la Misericordia, la más antigua, noble y caritativa de la ciudad, tenía su sede. La entrada en la travesía de la Misericordia, directa a la plaza del regidor Cosme Fernández Altamirano, abría el horizonte hacia la bajada de la Puerta de Málaga. La esquinada subida para llegar al Hospital de la Encarnación, conocido como Bazán, complicaba el paso.
El convento de la Trinidad anunciaba la cercanía del encierro, el acceso hasta la puerta de la Alcazaba, nombrada de Santa Catalina y la parada ante la fachada de la iglesia de los Trinitarios, completaba este imaginario círculo de protección de la ciudad, que unía puertas, santos, invocaciones y monumentos. Toda la ciudad quedaba persuadida de una única fe. Los tiempos cambian, los recorridos también. Calles como la de San Francisco de Paula, cerca de la calle Valdés; la de San Bernardo en Pedraza, la de San Salvador donde vivía Pedro Vázquez Clavel; la del Tránsito de la Virgen,; la del Rosario cercana a San Ramón en el Barrio Nuevo, quedaron en el olvido, la belleza de su evocación a salvo.