Una casa es contenedor de impresiones, su atmósfera comparte el espacio de la historia, compartimentada en cronologías difusas, estratos acumulados de hechos, sucesos y vidas. Ninguna resiste el paso del tiempo, pues caro es el peaje de la degradación y la ruina. Desvencijadas en el porte, ajadas en el trato, remiten vivencias y desprenden sensaciones borrosas de apogeo y esplendor.
El entorno de la puerta de Málaga en el último cuarto del siglo XVI estaba dominado por los inmuebles de Alonso de Bazán y el convento de la Trinidad. Al sur, la trasera de la Encarnación, algunas casas y el Ejido arropado entre murallas. Cosme Fernández Altamirano, en medio de tanto desorden quiso construir su vivienda. Quería lucir poder, -era regidor-, que su memoria perdurara. Como todos los gobernantes pretendía dejar huella de su paso, pese a que la época empujaba a las personas a un sentido nihilista de la vida, de la fugacidad de nuestra presencia “sic gloria transit mundi”.
La apertura de una calle recta, a cordel, entre la puerta de Málaga y el Hospital Real de la Misericordia fue la mayor operación de reforma urbana de aquellos años. En principio se denominó Nueva de la Encarnación o Nueva del Hospital, hoy conocida como Misericordia. Cumplía las normas de las ciudades del barroco con la remoción y puesta en escena de una pequeña plaza, -era la tercera después de la Mayor y la de la Iglesia-, en proporción al tamaño de la vivienda que el regidor iba a edificar y con la perspectiva de su fachada como factor de configuración.
Vivienda de calidad, noble en los materiales, elegante, de llamativa escenografía, abierta a la calle por la composición de vanos, rejas y balcones. Seiscientos metros cuadrados en estancias distribuidas en torno a un bellísimo y escueto patio bastante descentrado respecto al eje de entrada, presto más a la funcionalidad cotidiana que a la exposición gestual, ejemplo casi único, con riesgo de desaparición, de la marbellense arquitectura civil del barroco. Una reliquia que resiste, parte apuntalada, con el orgullo transmitido por sus propietarios, inmóvil, a la venta, con el reloj parado, a la espera de ser rediviva.
Recorrer su interior es desandar triste, su mobiliario retiene evocaciones y melancolías. Cada uno de sus habitantes respiró recuerdos y dejó otros, una sucesión de voluntades, arraigos y existencias tan felices como sufridas. La apertura de una contraventana interior metió el sol como un golpe. Su reflejo en el cristal de un cuadro en la pared opuesta impedía una visión diáfana. Era el retrato de una dama, espléndida en sus rasgos, fascinante en la mirada, complaciente en el gesto. Quise saber su nombre pero al momento rectifiqué, mejor desconocer y disfrutar su pose que descubrir esos escondrijos inviolables que recogemos en silencio. ¡Que nadie me cuente su vida! A la curiosidad del historiador se impuso un sentimiento de respeto y la idea de que la mejor de las sabidurías es aquella que rinde pleitesía a la memoria de las personas y reivindica sus creaciones como objetos de culto al pasado.
Del pretérito nos nutrimos, a él acudimos para obtener respuestas y la casa Altamirano, promocionada ahora como palacio, da muchas, tantas como se quieran encontrar de la historia moderna y contemporánea de Marbella y la queremos rehabilitada, reintegrada a los ciudadanos, es inversión política en la actualidad patrimonial, una oportuna opción en la recuperación de equipamientos para el casco antiguo, la mejor restitución sentimental a sus habitantes.
Muchas, todas las corporaciones democráticas y numerosos inversores se interesaron por el inmueble. Diferentes obstáculos impidieron su adquisición. Algo inexplicable la ha salvado hasta ahora de la codicia inmobiliaria, como si la dama del retrato fuera la encargada de velar, incluso entre ruinas, por su integridad, a la espera de que gobernantes hábiles en el servicio de lo público, lo recuperen como bien demanial, que el retrato pueda descolgarse y la dama descanse y cierre los ojos, aunque preferiría verlos siempre abiertos, siempre nos iría mejor.