Marbella es paisaje, evocación de alardes, sensaciones
salitrosas y recuerdos de atardeceres memorables. Es mirada hacia el horizonte
con la perspectiva tan cercana y a la vez distante de África, es la vista del
Estrecho, la esbelta figura de la Concha y sus lomas que se suceden sin fin. Sin
embargo, la ciudad, su alcazaba, fue erigida para dominar su entorno no para
admirarlo: un férreo control militar de almenaras y murallas contra tantos enemigos
que nos obligaron siempre a estar alerta; cruel destino el de tener la mejor ubicación
sin poder disfrutar de su belleza conviviendo con el miedo.
Marbella fue ciudad de miradores que se alzaban esbeltos
sobre un caserío denso y en ocasiones tortuoso. No hay certeza sobre su
cronología, remiten al siglo XVI cristiano con impronta mudéjar, otros, de
simple factura acaso corresponden a un periodo andalusí indeterminado. Están tan
poco estudiados que cualquier apreciación corre el riesgo de errar. No suelen ser torres exentas aunque alguna hubo, forman parte del cuerpo principal del inmueble, algunos
orientados hacia el mar, aunque casi todos con arquerías, los menos con ventanales que recuerdan a ajimeces abiertos
a los cuatro puntos cardinales, algunos con techo plano pero casi todos con
tejado de teja árabe a cuatro aguas.
No solo cumplían con la función de vigilancia, eran moderadores
climáticos, oreaban las viviendas en verano, aprovechaban mejor el calor del
sol en invierno y la luminosidad de su interior. Se accedía a ellos por la
llamada cámara alta, la del descanso. También formaban parte de ese nuevo gusto
por la contemplación, resultado de un arcaico deseo de descanso cercano al ocio
y también, como no, muestra del poder de sus propietarios, el sello de
presentación de riquezas y ostentaciones. Una competición por mostrar la mayor
altura y el mejor remate. Miradores discretos e indiscretos, de prudentes
miradas. Desde el altillo todo se ve mejor.
En la ciudad amurallada sobresalían tímidamente por encima
de las defensas, como el que se aferra a un alfeizar para asomarse con el temor
de ver una amenaza no deseada y es que fue una ciudad castigada y sufrida,
desde vikingos a la armada británica pasando por piratas acechantes hasta
invasores por tierra y mar.
De los primeros, los más antiguos y simples construidos
intramuros, con la bella excepción del que se levanta en las casas de Alonso de
Bazán, a los más altos y poderosos del Barrio Alto, los destacados por mi
querida profesora María Dolores Aguilar como ejemplo de mudejarismo por los
alfices que enmarcaban sus arcos.
Algunos se perdieron pero tenemos aún, como
un tesoro, buenos ejemplos. No es fácil apreciarlos a pie de calle, es
conveniente buscar un ángulo preciso. Reclaman un inventario exhaustivo y un
marco legislativo que los proteja de la desidia, el desinterés y la falta de
respeto por nuestro pasado, renovadas amenazas del siglo XXI.
Si quieres verlos pasea por la calle del Peral y en la
esquina con Mesoncillo levanta la cabeza, haz lo mismo por calle Aduar cuando
llegues a la esquina de Rafina; dirígete al Santo Cristo y no te pierdas el de
la casa Correa y si quieres ver el de la antigua Fonda acércate a calle
Bermeja. Vuelve a la Puerta de Ronda, baja hasta el Hospital Bazán, después a
la plaza de la Iglesia y termina en la plaza de los Naranjos. Descubre esa otra
Marbella.