Hay momentos en la vida que un hallazgo fortuito puede
llegar a tocarte el alma. Fue rebuscando entre mis fichas que encontré una
vieja anotación “Condesa de Gasparin, Andalousie et Portugal, 1886”. Quedó olvidada entre tantos papeles
y carpetas cuando, en plena vorágine investigadora, no puedes abarcar todo lo
que te ofrece la historia. Cerré la puerta pero abrí una ventana, esa que da
una luz tenue que te recuerda que los días pasan pero no terminan hasta que no
cierras los ojos.
Ahora ha vuelto, la condesa traspasa esa ficha añeja para
adquirir una figura con prestancia. La obtención del texto fue una revelación (solo
he encontrado dos ejemplares uno en la Biblioteca Nacional de Francia y otro en
la Biblioteca de Andalucía en Granada). A pesar que se ha trabajado sobre la
autora en varios artículos sobre literatura de viajes, el texto correspondiente
a Marbella era la primera vez que lo leía entero.
La suiza Valérie de Gasparin viajaba con un enorme baúl y un
ejemplar de la Biblia. Recorrió España en 1866 y publica en 1869 su libro más
conocido. Sin embargo, las impresiones de Andalucía y Portugal quedaron
inéditas como explicaba el editor que, en 1886 publicaba la edición que
tratamos: “El nuevo trabajo, de la autora
de “Les horizons prochains”, que publicamos hoy, estaba en imprenta cuando se
declaró la guerra de 1870. Los desastres de la patria retrasaron su impresión;
luego siguieron circunstancias particulares: una parte notable del manuscrito
se perdió durante la Comuna. Han pasado quince años: la autora, desde entonces,
ha reconstruido su obra en su totalidad, según sus notas. Los acontecimientos
recientes otorgan a las cosas de España un interés muy especial: ha llegado el
momento, nos parece, de presentar al público la obra destinada a ella”.
El resultado es un bellísimo fragmento de nuestro marbellense terruño, de lirismo apoteósico, con un fondo romántico sublimado
por la búsqueda de una naturaleza primigenia. Era el paisaje de Dios. Su
salida de Marbella, tras la accidentada llegada del día anterior, dibuja una naturaleza intacta, limpia, donde la luz y
la tierra se apoderaban de los sentidos:
“Tenía un encanto
indescriptible esa mañana todo recién regado. Las blancas casas de Marbella,
refugiadas bajo sus grandes higueras, bajo sus grandes naranjos, reían al sol.
La Sierra Bermeja, violeta en los primeros planos, escarpada a medida que se
elevaba, mezclaba sus ásperas cumbres con el azul del cielo. Nuestro camino, a
veces esbozado, a veces completado, se interrumpía en cada corriente,
perdiéndose, encontrándose de nuevo, desmoronándose en algunos lugares, y era
aún más encantador. El despoblado, por un momento despojado, señor a esta hora
de la tierra, yacía allí como un rey. Las jaras y los palmitos invadían la
tierra, una vez arrasada por esta apariencia de camino. Según el aire, según el
crecimiento de la vegetación, las formas rojas y blancas, suavemente abultadas
y repentinamente calmadas, serpentearían por el desierto. Las abejas volaban
hacia los cálices; el mar corría a lo largo de las costas en una cinta de color
azul; las torres de vigilancia, doradas, macizas, marcaban la distancia”.
Pero el día antes de la llegada la situación no había sido tan plácida. Viajar a caballo acentúa los sentidos y acrecienta las
emociones:
“Nuestra caravana se
mueve ahora atravesando el despoblado. El inmortal Siria (1) cubre el suelo con
su alfombra azul, lavada de blanco; la maceta abre sus flores por todas
partes. Nuestros caballos están cansados, el día cae, el mar se hincha, el
viento de África ara las superficies. Las nubes, al atardecer, se amontonan
hacia las montañas de Marbella, nuestro alojamiento nocturno. Los vuelos de las
gaviotas cortan la ola, arañan el aire con sus cohortes blancas. El otoño se ha
desatado, las olas rugen. Como sucede en los países del sur, la noche se hace
de repente sin transición. Envuelto en la oscuridad, todo lo que vemos es este
mar tormentoso. Los brillos blanqueados con espuma surcada por brillos
fosforescentes nos parecen como un muro que llega hasta el cielo”.
La noche apagaba el ánimo, la preocupación era creciente, no
era el lugar ni el momento para viajar, los peligros entre tinieblas acechan
amenazantes:
“A nuestra izquierda
está el desierto. A lo lejos. Alguna torre de vigilancia, una vez destinada a
indicar la presencia de bárbaros traficantes en el mar, aparece y luego se
desvanece; otra se levanta, otra y otra de nuevo: fantasmas del pasado, que
salen de la noche para volver a ella de inmediato. O son figuras inmóviles,
carabineros con la escopeta al hombro, a veces solos en la orilla, a veces en
filas silenciosas con sus camaradas, en esta concurrida cala del
contrabandista. - El saludo habitual se intercambia:
- Vaya usted con Dios.
- Baya [sic]
Y en este abandono, en
medio de las lamentaciones de la tormenta, el nombre de Dios, gravemente
pronunciado, que se repite de tanto en tanto, parece extender la paz del cielo
sobre nosotros”.
El paisaje desaparece a la vez que aumenta la sensación de peligro,
la tragedia se palpa, adobada de dolor, lo que le otorga ese ambiente tan
deseado por el viajero romántico:
“Durante mucho tiempo
el faro de Marbella ha estado girando en la distancia, sin acercarse, sin
crecer. Durante mucho tiempo ha estado en silencio. La preocupación nos abraza.
Con gran dolor mi marido (2) - lo siento - se está aferrando a su debilitado
caballo. Los pies de nuestros animales se están hundiendo en la arena; creemos
que estamos retrocediendo a cada paso. Para encontrar un terreno de apoyo,
tenemos que caminar en las olas; pero nuestras asustadas bestias se mueven
hacia atrás y se levantan.
Frente a nosotros, el
malagueño susurra rondeñas; el bordado de los versos brilla, lanzados a la
noche. La gran voz de la ira del mar le da un fondo trágico. Los misterios del
dolor, nuestra demencia, nuestro pecado, lo poco que somos, las grietas que se
abren bajo nuestros pies, parece que nos está contando su historia. Y mientras
el oleaje y nuestros pensamientos se van a las lágrimas, escuchamos, detrás de
la caravana, a David cantando himnos a pleno pulmón. El himno atraviesa el
huracán, domina las melodías siniestras: es la luz del faro eterno; el fuego no
vacila.
¿Llegaremos? Ya no
preguntamos. - Estas palabras son siempre las mismas -: ¡Dos leguas! han
frustrado tan a menudo nuestras esperanzas que ni preguntamos al arriero (al
anochecer, se refugió en nuestra farola), ni a los carabineros plantados a lo
largo de la orilla”.
Tras la tempestad, Marbella se ofrece acogedora aunque recelosa.
La ciudad que entonces desmantelaba sus murallas aún no se había desprendido
del temor a lo desconocido:
“Alrededor de la
medianoche, el faro que había desaparecido repentinamente brilló. Los árboles
se estaban desvaneciendo en el cielo. ¡Marbella! ¿Oyes ese grito? Aquí estamos
frente a la posada, una casa blanca cuyos habitantes están sorprendidos por
nuestra invasión. Una anciana, la anfitriona, muy compasiva pero muy molesta de
vernos, acoge la historia de nuestras aventuras con el ¡Ai! que testimonia su simpatía y también su
completo disgusto.
El patio, bajo un
enrejado, con un pozo en el medio; una habitación desnuda y encalada; el ático
arriba: esto es todo lo que hay. -Nuestra patrona se apresura a advertirnos que
no tiene pan, ni puchero, ni carne cocida, ni huevos, ni verduras, ni vino ni
nada. Ella manda al cielo veinte: ¡Mucho ruido! ¡Mucho ruido! Acompañado de
miradas desoladas; después de lo cual, la excelente mujer nos da todo: mantel
deslumbrante, toallas perfumadas, pollo con arroz, consomé, ¡vino de Málaga!.
Vamos, es bueno para
las pobres palomas mensajeras como nosotros acurrucarse, con la cabeza bajo el
ala, en un nido suave, todo aterciopelado con benevolencia y amor”.
La aventura da paso al sueño y de lo onírico a la realidad
de San Pedro Alcántara a la mañana siguiente. Pasó de largo, quiso ver un castillo
y no le convenció ese paraíso ordenado:
“San Pedro de Alcántara,
el pueblo fundado por el general Concha, se encuentra en esta colina, en medio
de la caña de azúcar, iglesia y castillo. Los tallos ya grandes, ondulantes
hasta donde alcanza la vista, golpearán su línea dorada contra la barra de
lapislázuli que se encuentra frente a ellos junto al mar ... Pero hay Edenes
mejores para mí.
¡Aquí, este rincón
perdido! Este revoltijo de lentiscos, palmitos y brezos; esos naranjos gigantes
que arrojan al viento su lluvia de flores; estas granadas rojas como llamas;
estos albaricoqueros con ramas poderosas”.
La naturaleza ordenada y bien cultivada perdía el encanto de
lo salvaje y su cercanía con Dios más cualquier detalle le devolvía la
comunicación íntima con el cielo:
“¿Ves esa higuera
centenaria, en la desembocadura del río que se ensancha al entrar en el mar?
Lleva la cúpula con sus grandes hojas a diez metros del suelo. Abajo reina una
noche transparente de límpidas esmeraldas. En esta sombra, una cabaña; al
frente, una niñita enrollada en su trapo morado, con la cabeza despeinada, los
ojos profundos y pensativos, apoyada en los codos, la cara entre las manos, mira
pasar el agua, la hermosa agua viva, sin arruga, sin pliegue. A ambos lados,
dos matorrales de adelfas han erigido sus tapices carmesí a lo largo de la
corriente. La lanza de los agaves, candelabro con ocho floretes, en sección
transversal del espesor es donde canta el ruiseñor. Canta por sí mismo, por
Dios, por sus amores; cuenta la conmovedora belleza de estos retiros; llena la
expansión del esplendor con su voz.
¡Cómo vadeamos estos
ríos encantados! ¡Qué frescura nos han dado sus oasis! ¡Cómo nos quedamos bajo
estas grandes ramas y cómo inhalamos sus perfumes!”.
En este largo viaje emocional del idilio con la naturaleza
podía pasarse rápido al frenesí de lo imprevisto:
“A veces, un rebaño de
cabras, esbeltas y leonadas como gacelas, cruzaba el agua. Siguieron la barra
que medio cerraba la boca; se les veía sobresalir una a una sobre la turbia
superficie del mar, el pastor que las seguía, abrigo regiamente echado sobre
los hombros, cintura esbelta, sombrero bajado, resaltaba contra la inmensidad.
Entonces la soledad se reanudó.
A largos intervalos
nos encontramos con una fila de mulas muy cargadas. El contrabandista, rifle en
la espalda, navaja en el cinturón, se acercaba, atraído por los ojos, caminando
a paso rápido, empujando a la Capitana, que esta vez, temerosa de los
fusileros, no tenía cencerros colgando del cuello. Intercambiamos el: ¡Baya
usted con Dios! Un lema repetido por los centinelas perdidos entre sí.
Sucedió aún que
nuestra caravana emergió de repente en medio de un rebaño de Yeguas o una
vacada de toros, que algún muro de nopales nos había ocultado la vista. ¡los
caballos a relinchar y galopar y los arrieros a gritar!”.
Marbella y su tierra había regalado dos intensas jornadas a
la condesa. Sus palabras son nuestra nostalgia por ese paraíso perdido:
“En estas inmensidades
abandonadas al beneplácito de Dios, entre las flores que allí sembró su mano,
el alma crece en toda la amplitud del horizonte”.
(1) Puede referirse al Hibiscus syriaco o rosa de
Siria, aunque al ser azul podría ser la malva.
(2) Agénor de Gasparin llegó a ser senador en
Francia.
Mi agradecimiento a Antonia Gómez por la traducción.