Escribía Jacinto Benavente que “más se unen los hombres para
compartir un mismo odio que un mismo amor” y es que el odio es algo
consustancial a la persona, a su vida, credo y cultura. En todas las épocas y
en cualquier civilización, el odio ha removido el mundo, tallado a fuego y
sangre de muerte y destrucción. Somos herederos y sucesores de ese gen, lo
portamos encima, se contagia con facilidad, produce monstruos como el sueño de
la razón de Goya, vuelven las peores pesadillas… y seguimos viviendo.
Se odia tanto como se ama de forma selectiva, según nuestra
cultura, religión o educación. Nos enseñaron a amar pero también nos inculcaron
a odiar y no es cuestión de ignorancia ni desconocimiento, es algo mamado en
siglos de lecciones. Se odia de forma consciente, premeditada y voluntaria. Se odia
al diferente solo por serlo, al que tiene otro color, piensa distinto o cree
diferente.
El odio siempre está ahí, latente y acechante del momento
propicio, el de la debilidad moral, como respuesta a la desesperación, al albur
de nihilismos y apocalipsis, y las epidemias son el mejor momento para
escenificarlo desatando la ira más sobrecogedora, la más estremecedora de las
miradas.
En España se ha odiado, se odia y odiaremos, siempre habrá
un objetivo, nos vaya bien o mal pero cuando las circunstancias se complican,
el odio asoma desbocado, la bondad se aparca, la resiliencia es obviada, la
compasión y la caridad y todo ese sistema complejo de manifestaciones del amor
son apartados para reaccionar contra el enemigo aunque no exista.
En tiempos pasados las epidemias se debían a la ira de Dios,
“ira Dei” de uso recurrente cuando no podía encontrarse una causa como escribía
el marbellense autor de los Anales de la Historia de Marbella a finales del
siglo XVI: “Fue nuestro Señor servido de alçar su yra de sobre esta çiudad tan
misericordiosamente que a çinco días del mes de julio deste dicho año fue la
postrera persona que se murió de peste y fue tan de tenazón quitarse que no se
murió della persona ninguna de fuerte que fue como si nunca lo oviera avido,
porque ansí como sanó la gente, sanó la ropa y aunque es verdad que por ser mal
contajioso es bien quemar la ropa apestada y quitar ocasiones, digo que en
sanando la gente sana todo. Nuestro Señor nos mire con ojos de misericordia y
nunca nos de tal castigo.
Ira y castigo por no haber sido buenos cristianos y por
haber permitido que los no católicos lo siguieran siendo. Solo los buenos
cristianos, el ejército de Dios, podía combatirlo como hizo San Isidro en palabras
de Lucas de Tuy allá por el siglo XIII: “… y aquellos que San Isidro había
enviado a prender a Mahoma buscáronle por los lugares de España donde andaban predicando,
y fueron en seguimiento de él hasta la mar, y como no le pudieron haber a él,
prendieron a algunos de los suyos y trajéronlos a San Isidro, al cual, según
parece somos en gran obligación todas las naciones de España y de sus confines,
pues con su presencia y virtud maravillosa en su tiempo lanzó y quitó de
nuestras partes aquella endiablada y pestilencial doctrina de Mahoma, que la
mayor parte del mundo ha inficionado por los pecados de las gentes, y así
quedamos nosotros libres de ella por los méritos de este nuestro Santo glorioso”.
La pestilencial doctrina de Mahoma era solo equiparable a la
de los judíos como se encargó de recordar el Inquisidor y diputado Francisco
María Riesco a principios del XIX: “… tan rápidos progresos que se purificó en
pocos años la católica grey española de la inmundicia pestífera de las herejías
y mala doctrina”. Las religiones eran objetivo primordial, eran pestilentes pero
también causantes “en su maldad” de pestilencias. Los progromos que se
sucedieron desde 1391 en España contra los judíos no eran más que el resultado de
siglos de acumulación cultural y cultual. La peste de 1348 que se asociaba a
los judíos con la corrupción de aguas de ríos y pozos fue solo un ingrediente
más en esa escalada. En 1526, Diego de Villalobos cura de la catedral de Gran
Canaria iba un paso más allá atribuyendo el rebrote de peste a la falta de
acción de la Inquisición en la isla: “por eso an crecido las malas, perversas y
ponsoñosas espinas de esta adúltera gente".
Odio a los gitanos que fueron considerados como extranjeros
indeseables, igualándolos a la categoría de vagabundos. Gentes de mal vivir que
el reino debía expulsar para siempre, por ser de mal ejemplo para sus naturales
tal como resaltaba Luis Vives en El socorro de los pobres: “¿Cuántas veces
vemos que un solo individuo introdujo en la Ciudad una cruel y grave dolencia
que ocasionó la muerte a muchos, como la peste, morbo gálico, y otras epidemias
semejantes?
Miedo al que venía de fuera, tiempos en que las ciudades
cerraban sus puertas y puertos por el peligro de contagio. En 1494 Rodrigo de
Alanís se había establecido en Málaga como nuevo poblador pero pronto el
ayuntamiento lo obligó a marcharse solo por el miedo a que estuviera contaminado
por la peste “porque vyene de donde mueren”.
Odio, miedo y huidas, traslados de ciudades, escapadas a las
casas de campo o búsqueda de refugios como hizo la familia de Pedro Esteban en 1494 que
se escondió en una cueva cerca de la ciudad con tan mala suerte que los “moros
de las razias” se llevaron a su familia: “andava pestilençia en la dicha çibdad
de Marvella, e que muchos de los vesinos de la dicha çibdad huyeron della e él
e otros vesinos de la dicha çibdad diz que quedaron en ella por la defender e
guardar e quedaron de llevar sus mugeres e fijos a una cueva çerca de la dicha
çibdad porque nos se les muriesen. E diz que los moros de las razias los
espiaron e se conçertaron con los de allende e llevaron todos los que estavan
en la dicha cueva a allende”.
En estos tiempos de epidemia poco ha cambiado, hace algunos
años el odio se disparaba contra los homosexuales por la epidemia de SIDA,
después se rechazó a los africanos por el Ébola, ahora surge con fuerza el
nuevo enemigo a odiar, esos chinos comunistas que han contaminado el mundo que,
a la vez, nos venden el material sanitario.
Escribo esto mientras me llegan noticias de manifestaciones
en EE.UU. con personas armadas llamando a contagiar a judíos, asiáticos y
negros. El odio permanece invariable en nuestra memoria. En España se odia un
poco a todos, aunque en esta epidemia parece inclinarse a los motivos
ideológicos. Nuestro acervo nos permite tener un amplio catálogo de odiados y
los odiadores ya no claman por la clemencia divina, se encomiendan a los dioses
de las redes sociales para esparcir sus entrañas ¿de qué podemos extrañarnos? No
hay nada nuevo que no sepamos.
Sí. El drama sanitario aparte, y aun peor por lo que significa que el propio descalabro económico, es esa ola de odio, ese fuera máscaras que ha eclosionado al tiempo que nos inundaba el virus. El odio, qué triste, que asco, qué miedo...
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